El director del Banco de México (BdeM), Agustín Carstens, anunció ayer una nueva reducción en las previsiones de esa institución sobre el crecimiento de la economía nacional, al situar el indicador correspondiente en un nivel de entre 2 y 3 por ciento; es decir, medio punto menos que en febrero pasado, cuando lo situaba entre 2.5 y 3.5 por ciento. Originalmente, el BdeM había estimado un crecimiento de entre 3.2 y 4.2 por ciento para este año, en tanto que el secretario de Hacienda, Luis Videgaray, había anunciado en noviembre del año pasado un crecimiento de entre 3.2 por ciento y 4.2 por ciento para el periodo actual.
El dato anunciado ayer por Carstens es por demás preocupante si se considera que la economía nacional debe crecer a un 6 por ciento anual durante un lapso sostenido a fin de abatir el desempleo y absorber laboralmente a los jóvenes que llegan, año con año, a la edad de trabajar.
Si se toma en cuenta que durante la administración anterior el avance del producto interno bruto fue inferior a 2 por ciento en promedio anual (11.8 acumulado en seis años) y en los primeros dos años de la presente las cifras respectivas son de 1.7 (2013) y de 2.1 (2014), es claro que existe un grave estancamiento, cuyas consecuencias negativas se hacen notar en todos los ámbitos de la vida nacional: desempleo y subempleo, trabajos mal remunerados, crecimiento de las desigualdades, la pobreza y la marginación –ya de por sí alarmantes–, criminalidad incontrolable y erosión política sin precedentes de las instituciones.
Lo más desalentador es que, de acuerdo con las proyecciones del propio gobierno federal, del Banxico y de la Organización para el Desarrollo y la Cooperación Económica (OCDE), la perspectiva para el año entrante no es necesariamente mejor: 3.7 por ciento en el escenario más optimista.
A lo que puede verse, las cuentas alegres gubernamentales que prometían detonar el crecimiento por medio de las reformas estructurales operadas en el primer año de la administración peñista no contaron con realidades sin embargo insoslayables, como el peso de la corrupción, la inseguridad y la baja productividad en el desempeño económico del país.
Sobre este último punto, la OCDE dio a conocer también ayer un estudio en el que se señala que la competitividad mexicana se sitúa hasta 60 por ciento por debajo del promedio de los países que integran ese organismo. En el documento se apunta como una de las causas principales de este fenómeno
que sólo 20 por ciento de la población tiene educación en nivel medio superior y superior, en lo que constituye uno de los saldos trágicos de tres décadas de neoliberalismo.
Por lo demás, entre los factores señalados por Carstens como una de las razones por las cuales BdeM decidió disminuir su previsión de expansión del pib se encuentra la
debilidaden la confianza de los consumidores y los empresarios. El eufemismo puede aludir tanto a la depresión salarial y de ingresos que padece el grueso de la población como a la severa caída de la capacidad de compra (en el caso de las personas físicas) y de inversión (en el de las empresas) experimentadas tras la implantación de la más reciente reforma fiscal.
En suma, el mal desempeño económico viene a confirmar, una vez más, que el modelo aún vigente conforma un círculo vicioso que mantiene empantanada a la economía y que impide cualquier mejoría significativa de las condiciones de vida mayoritarias y de reactivación. Es necesario, por ello, emprender un cambio de rumbo profundo y claro y empezar a aplicar medidas de fortalecimiento del mercado interno, de generación de empleos reales (porque la reforma fiscal sólo formalizó muchos ya existentes) y de inversión en la educación, la salud y el bienestar de la población, que es el activo más valioso que posee el país.
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