revista contralinea
16 de agosto de 2015
Martín Esparza
La caída en los precios internacionales del petróleo y al deslizamiento del peso frente al dólar han terminado por dar la puntilla a los objetivos de crecimiento económico trazados al inicio del sexenio, y que con la puesta en marcha de reformas, como la energética y la laboral, supuestamente detonaría la bonanza y la creación de miles de puestos de trabajo en el país. Todo indica que los buenos deseos de la tecnocracia han tomado cartas de naturalización en el país del nunca jamás.
Ahora, en medio de una severa crisis económica –aún no aceptada por la parte oficial– y el anuncio de la aplicación de un presupuesto base cero para 2016 que, de acuerdo con lo anunciado, implicará una reingeniería financiera que optimice los magros recursos públicos evitando duplicidad de funciones y logrando significativos ahorros, el gobierno federal deberá mostrar un poco de congruencia si no desea que el país se levaya de las manos.
Si de optimizar y economizar recursos se trata, llegó el momento de restringir privilegios en las altas esferas del poder público donde habita, muy alejada de la palabra crisis, la burocracia dorada que por décadas ha sido solapada por el Estado mexicano y su clase política. Si en cada uno de los órdenes de gobierno, municipal, estatal y federal, se reducen los sueldos de sus altos funcionarios, lo mismo que en organismos caros e inservibles como el Instituto Nacional Electoral; el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales; y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, donde sus consejeros perciben ingresos millonarios, lo mismo que en otras instituciones como la Comisión Nacional de los Derechos Humanos o hasta la propia Suprema Corte de Justicia de la Nación, las economías a las finanzas públicas serían considerables.
No es válido, ni moralmente aceptable, bajo ninguna óptica, que mientras, como lo informó el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social, uno de cada dos mexicanos se encuentra en un rango de pobreza –55.3 millones de habitantes–, un reducido grupo de privilegiados goce de canonjías a las que ni siquiera sus homólogos en los países del primer mundo acceden. La misma clase empresarial está consciente de que ya no puede cargársele la mano a quienes desde hace 30 años vienen soportando sobre sus espaldasel peso de repetidos errores económicos proyectados desde las oficinas del Banco de México y la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, donde despachan los funcionarios que se han equivocado una y otra vez por obedecer las políticas financieras de los organismos internacionales sin tomar en consideración el bienestar social de las mayorías. Los resultados negativos están a la vista de todos.
En esta dosis de sentido común, el gobierno en turno debe llevar a la realidad la aplicación de la Ley de Disciplina Financiera, en cuyo contenido se establece la prohibición a los gobiernos estatales y municipales a contratar de manera irresponsable deuda pública, y la publicación de la totalidad de sus empréstitos y obligaciones de pago que deberán quedar saldados 3 meses antes de concluir sus periodos.
El compromiso por disminuir los montos de endeudamiento tanto en las entidades federativas como en el gobierno federal es sin duda un inaplazable asunto de supervivencia para la presente administración que ya ha establecido un récord histórico en el ámbito de la deuda pública. En el renglón del crecimiento de la deuda de las 32 entidades federativas, se registró, de 2012 al presente año, un incremento del 20 por ciento, al pasar de 432 mil millones de pesos a 510 mil millones.
En el ámbito federal, las cifras son aún más alarmantes, pues de 2012 a 2015 la deuda pública creció en 2 billones 150 mil 322 millones de pesos; es decir, casi 1 billón por año, para alcanzar un endeudamiento total del sector público de 7 billones 503 mil 117 millones. Lo preocupante es que los multimillonarios empréstitos no se han visto reflejados en el atrofiado crecimiento económico y mucho menos en el lacerado nivel de vida de millones de mexicanos.
La clase política debe asumir los costos de haber llevado a los extremos su modelo de privatización de más de 1 mil empresas públicas e infraestructuras carreteras que culminaron en su itinerario antinacionalista con sus impuestas reformas que –como la energética– buscan entregar el petróleo, la electricidad, el gas, los minerales y demás riquezas naturales, de forma preferente, al capital extranjero.
Reformas como la laboral han despojado de sus derechos a millones de trabajadores, sobre todo a los jóvenes que inician su vida productiva, negándoles el acceso a la seguridad social, a la estabilidad laboral y un salario remunerador; otras, como la educativa, conducen a la inminente privatización de la escuela pública y al despido de miles de maestros en el país, asomando en el horizonte de las agresiones sociales la intención de privatizar los servicios de salud, el abasto de agua y la aplicación del IVA en alimentos y medicinas.
Y por si estas calamidades no bastaran, la devaluación de nuestra moneda incidirá directamente en el alza de todos los productos de importación que se adquieren a tipo dólar, sobre todo los alimentos que dejamos de producir por seguir al pie de la letra las desventajosas obligaciones mercantiles del Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Nuevamente quienes habrán de pagar el costo de la incorrecta estrategia económica serán los que menos tienen.
De nada vale que los responsables de la planeación económica se escuden en argumentos tales como que el país está blindado para resistir embates macroeconómicos, aduciendo que los cambios en la paridad cambiaria no tendrán efectos inflacionarios. La recesión que enfrenta el país ha terminado por paralizar el crecimiento económico ubicándolo en un círculo vicioso del que la tecnocracia neoliberal no quiere salir.
Pero a pesar de que las evidencias sobre la errática política económica son abrumadoras se insiste en vivir en el error. El fracaso de la Ronda Uno, que debía ser la piedra angular de la esperada bonanza nacional, ahora busca ser reeditado, en su segunda etapa, flexibilizando los requisitos para los inversionistas, según lo anunció la Comisión Nacional de Hidrocarburos. No quiere aceptarse que el derrumbe del mercado petrolero ha devaluado a nuestros recursos petroleros que ahora ni a precio de ganga son adquiridos por los consorcios internacionales. Y cabe preguntarse: ¿por qué insistir en seguirlos privatizando?
Ahora más que nunca está bien clara la urgencia de un cambio de dirección en la política económica antes de que la nación quede hecha trizas; sin embargo, el reclamo generalizado que obligue a rectificar el rumbo deberá surgir desde los movimientos sociales, porque está comprobado que desde las esferas del poder no existe el menor asomo por salvar a la nación. Treinta años de desaciertos y crisis cíclicas ahora tienen a la mitad de los mexicanos en la pobreza. Es hora de rectificar.
Martín Esparza Flores*
*Secretario general del Sindicato Mexicano de Electricistas
[OPINIÓN]
No hay comentarios :
Publicar un comentario