Editorial/ La jornada/ 5 Diciembre 2014
Con el telón de fondo del reciente retroceso del peso mexicano en su cotización frente al dólar –divisa que ayer llegó a una paridad de 14.42–, el titular de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, Luis Videgaray, afirmó el pasado miércoles que México cuenta con herramientas y fundamentos macroeconómicos que le permitirán superar dicha coyuntura. Unos días antes, el titular de la Secretaría de Economía, Ildefonso Guajardo, se refirió a ese fenómeno como
fluctuaciones transitoriasy dijo que
afortunadamente México tiene un tipo de cambio flotante que da un excelente resultado, porque los agentes económicos adaptan las expectativas.
Tal discurso no es nuevo y es posible incluso que su utilización forme parte de las funciones de quienes se desempeñan como autoridades nacionales en materia económica: tranquilizar y dar estabilidad a los mercados financieros, y es innegable que en la actual escalada en el precio de la divisa estadunidense inciden fenómenos exógenos y coyunturales.
Pero en la circunstancia actual confluyen también factores de fondo que resultan mucho más preocupantes para la economía nacional, empezando por la grave e incontrolable disminución de los precios del petróleo en el mundo: ayer mismo, la mezcla mexicana de exportación cayó a menos de 60 dólares por barril, lo que coloca el precio del crudo muy por debajo de la cotización de referencia utilizada por el Legislativo para la elaboración del presupuesto para el año entrante, de 79 dólares por barril. Y aunque el gobierno ha recurrido en años recientes a la contratación de coberturas petroleras para garantizar los ingresos por exportaciones de hidrocarburos, esas medidas son un mero paliativo –cada vez más costoso, por añadidura–, que no asegura a mediano y largo plazo el precario equilibrio en que se encuentran las finanzas nacionales.
El escenario descrito resulta alarmante no sólo porque conlleva una perspectiva de afectación significativa de las finanzas nacionales en el futuro próximo, sino también porque implica, en lo inmediato, un descarrilamiento de los pretendidos efectos positivos que acarrearían las reformas energéticas avaladas en los primeros dos años de este gobierno. En efecto, cabe preguntarse qué incentivos pueden tener los inversionistas internacionales en el momento presente para invertir en un mercado petrolero deprimido. Particularmente desolador luce el panorama para las inversiones en exploración y explotación de petróleo en aguas profundas, actividades que elevan sustantivamente el costo de extracción por barril y que derivan, en consecuencia, en una expectativa de ganancia sustantivamente menor.
La privatización de la industria nacional de los hidrocarburos, que implicó un retroceso de casi un siglo en materia de soberanía nacional y energética, no generará, por lo que puede verse, el flujo de inversión previsto, y ello pone en entredicho el proyecto económico de la actual administración federal.
La conclusión ineludible de esta situación es que para superar las penurias económicas de la actualidad y las que se prefiguran para el futuro no basta con la realización de reformas estructurales de orientación neoliberal: se requiere de una política económica que sea capaz de reactivar el mercado interno y de crear empleos, que impulse a la industria nacional, restituya el poder adquisitivo de los salarios, ponga fin al agobio fiscal de la población y al encarecimiento generalizado de productos y servicios, y rescate al agro mexicano del abandono al que ha sido conducido a lo largo de las pasadas tres décadas.
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