31 enero 2015
El recorte al presupuesto público de 2015 por 124 mil millones de pesos, anunciado ayer por el titular de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, Luis Videgaray, resulta una medida previsible en el contexto nacional actual de caída en los precios de los hidrocarburos, pérdida de expectativas de ingresos por renta petrolera como consecuencia de la privatización energética y volatilidad de la economía internacional.
Por desgracia, la disminución anunciada en el gasto público –además de ser indicativa de la percepción oficial respecto del riesgo de una crisis económica de gran calado– podría generar un nuevo escalón recesivo, en la medida en que afecta a sectores cruciales de la economía, como el energético, y el desarrollo de obra pública, que pudieran constituir, por otra parte, los puntos de apoyo para la adopción de medidas económicas anticíclicas.
A diferencia de los factores que motivan la decisión anunciada ayer por el gobierno federal, el comportamiento incauto de las autoridades económicas no es coyuntural. De hecho, las dificultades económicas presentes no surgieron en las últimas dos semanas, sino que han sido un tema recurrente desde por lo menos hace un sexenio, a partir de la debacle en el sector inmobiliario en Estados Unidos, y con los consecuentes efectos nocivos para el mercado financiero. De entonces a la fecha, el gobierno federal se ha empeñado en desatender los evidentes riesgos de colapso y se ha escudado sistemáticamente en la pretendida
solidez de la economía mexicana.
Tal imprevisión ha resultado onerosa para el país no sólo en términos económicos, sino también en términos políticos, como queda reflejado en el descrédito de la actual administración frente a la población en general, e incluso entre sectores tradicionalmente cercanos al poder, como los empresarios.
Desde otro punto de vista, la circunstancia presente debería llevar al Ejecutivo a ir más allá de un simple proceso de recortes, ajustes y reasignaciones del Presupuesto y abandonar el modelo económico neoliberal adoptado desde la administración de Carlos Salinas, continuado por las sucesivas administraciones, incluida la actual, cuya aplicación ha implicado la contención de los salarios, la cancelación de los mecanismos de bienestar social, el abandono del campo, la privatización corrupta de las empresas y facultades públicas y la apertura indiscriminada de los mercados. Este modelo, que beneficia a los capitales financieros –especialmente los trasnacionales– en detrimento de la población, se ha colapsado en el país desde el cual se ha pretendido imponer como la panacea para las llamadas naciones en vías de desarrollo.
En un contexto nacional en el que persisten la inflación, el desempleo, la pobreza, la falta de educación y salud, con carencias de horizontes de movilidad social, el gasto público debe fungir como el instrumento por medio del cual el Estado reactive la economía interna, genere empleos e infraestructura, atienda las necesidades básicas de la población y se prepare para recibir a los mexicanos que regresen al territorio nacional como consecuencia de la contracción del mercado laboral y del recrudecimiento de la persecución en su contra en el país vecino. Se requiere, y con urgencia, que el poder público entienda la necesidad de poner la economía al servicio de la gente y renuncie a la escuela imperante desde hace más de dos décadas, que sacrifica a la población para servir a los capitales. Por ello, el ejercicio presupuestal necesita, más que de ajustes y recortes, una reorientación de fondo a fin de disminuir el impacto de la complicada coyuntura económica.
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