editorial/ la jornada/ 16mayo2015
Unas horas después de que los jornaleros de San Quintín y las autoridades federales y estatales alcanzaron una serie de acuerdos, entre los que se encuentra el establecimiento de un salario base
lo más cercano posiblea los 200 pesos diarios, los agroindustriales de la región rechazaron ese compromiso y se dijeron
a la espera de que el gobierno federal nos indique los mecanismos de operación por el cual aportará los recursos adicionales para cubrir el diferencial y responder con el salario señalado.
A casi dos meses de que se inició el paro general en ese enclave agrícola bajacaliforniano es evidente que por la parte patronal no hay una voluntad efectiva de resolver un conflicto que estalló como consecuencia de las condiciones de explotación impuestas por los propios empresarios a los jornaleros de la región. Dicha postura no es sino el reflejo de un modelo laboral que se repite en todo el territorio nacional, que cuenta con la complicidad del sindicalismo charro y los contratos de protección, y con la anuencia de los gobiernos federal y estatales, quienes controlan, entre otras cosas, las juntas de Conciliación y Arbitraje, instancias donde se dirimen los conflictos laborales, y la comisión encargada de definir los salarios mínimos a escala nacional. En esa perspectiva, la postura de los agroindustriales, aunque arbitraria, es explicable en un entorno institucional y económico que coloca a los trabajadores en una posición de total indefensión frente a los abusos de los empleadores y que permite a éstos actuar en forma inescrupulosa y hasta ilegal.
Las autoridades, en cambio, tienen la obligación legal de vigilar el cumplimiento de los derechos laborales básicos y la responsabilidad política de atender conflictos como el de San Quintín, a fin de evitar que crezcan en explosividad y encono. En el caso comentado, sin embargo, los gobiernos estatal y federal no han querido actuar ni en uno ni en otro sentido: a la pasividad que les caracterizó ante los constantes reclamos por las condiciones que dieron origen al estallido –las cuales no habrían debido ocurrir en un pleno estado de derecho– se suma la indolencia inicial de la administración peñista, que intentó acotar el conflicto al ámbito local una vez que dio inicio la subversión campesina en San Quintín. Posteriormente, en la medida en que las movilizaciones sumaron simpatías dentro y fuera del país, se instaló un proceso de negociación en el que el gobierno ha mostrado una actitud ambigua, pues antes de los acuerdos logrados el pasado jueves se caracterizó por dar largas a las negociaciones con los campesinos en una aparente maniobra de desgaste, en el contexto de la cual se produjeron sucesos represivos como los del pasado 9 de mayo.
Ahora, cuando las autoridades y los jornaleros alcanzaron por fin puntos de acuerdo, éstos se ven amenazados por un rechazo empresarial que no es sino consecuencia lógica de la ausencia de autoridades competentes y responsables para hacer cumplir la ley y los derechos laborales. Es inevitable contrastar la pasividad de los gobiernos estatal y federal antes y durante el conflicto de San Quintín con la actitud asumida por el gobierno de Lázaro Cárdenas ante el estallamiento de la huelga en la Hacienda de Manila, en Gómez Palacio, Durango (junio de 1935), que inició como un conflicto intergremial y se generalizó por varias haciendas de la Comarca Lagunera en protesta por mejoras salariales y reducción de la jornada de trabajo. Ante el rechazo de los hacendados por acatar fallos judiciales en favor de los campesinos, el gobierno cardenista respondió con la firma de una iniciativa de Ley de Expropiación por Causa de Utilidad Pública, que fue el antecedente legal para el reparto de tierras en La Laguna y de su entrega a los campesinos.
A diferencia de lo ocurrido en la época cardenista, cuando se sentaron las bases de un modelo de desarrollo basado en la justicia social, que impulsó, pese a todo, el crecimiento del país durante las décadas siguientes, en la actualidad los infiernos laborales como el de San Quintín ocurren en el contexto de un proceso de integración económica inequitativo, concebido no sólo para favorecer a los agricultores empresariales estadunidenses frente a los mexicanos, sino también para crear condiciones ventajosas a la parte patronal, en detrimento de los derechos laborales básicos.
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