Juan Pablo Proal
Proceso
Para contrarrestar su mediocre anonimato, el entonces gobernador Enrique Peña Nieto debió saturar con su imagen la televisión pública. Para neutralizar a los millones de cibernautas que rechazaban su plástico fulgor, el precandidato Enrique Peña Nieto compró a troles urgidos de supervivencia. Para vestirse con la bandera presidencial, el abanderado Enrique Peña Nieto compró el hambre de los votantes. Para celebrar el Grito de Independencia con más compañía que sus incondicionales, el presidente Enrique Peña Nieto compró acarreados para adornar el Zócalo.
Presidencia de tienda departamental: toda carencia puede ser solventada con tarjetas de cliente frecuente. Se pueden comprar discursos medianamente lógicos, palabras rebuscadas, carisma de revolucionario, imagen de galán de telenovela, opositores de pacotilla, periodistas aburguesados, líderes sindicales sinvergüenzas, órganos electorales de escaparate. Tu vida, la mía, la calle, sus macanas.
La Policía Militar disfrazada de Policía Federal desalojó a los maestros de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) para reemplazarlos con acarreados provenientes del Estado de México. Habría que ser patriota: no más profesores revoltosos, venga la alegría nacionalista de Juan Gabriel, Raúl Araiza y Juan José Ulloa. Somos mexicanos, llevamos dentro de nosotros un priista vestido de charro.
Aunque algo no cuaja. Peña Nieto es un mandatario con una popularidad histórica, nos bombardean las mismas encuestas que lo elevaron a la inalcanzable cima de una presidencia inevitable. Un presidente reformista. Un presidente de acciones, de compromisos… Un presidente al que sólo fueron a ver ocho mil personas a cambio de sombreros, tortas, playeras y 350 pesos.
¡Qué más da! Angélica Rivera se veía elegantísima con su vestido diseñado pro Benito Santos. “Angélica lució impecable en su estilo, eligiendo diseñadores mexicanos para que la vistieran, peinaran y maquillaran para tan importante día”, reseñó la revista Caras, nuevo Diario Oficial de la Federación.
La noche del 15 de septiembre es el Día de la Patria, habría que celebrarla como lo merece. Para tal efecto fueron invitados: Jorge Emilio González, mejor conocido como “El Niño Verde”, expresidente del Partido Verde Ecologista de México; el coordinador de los diputados federales de ese mismo instituto político, Arturo Escobar; el conductor Eduardo Videgaray, hermano del secretario de Hacienda, Luis Videgaray; el cardenal Norberto Rivera. Y 780 invitados de corte similar. Qué mejor razón para haber desalojado a los maestros de la CNTE.
Degustaron platillos de lujo, a los que su honesto paladar está acostumbrado: antojitos gourmet, mezcales, tequilas, chiles en nogada, tostadas de res y ceviche, nieves de sabores y dulces típicos. No está nada mal para quienes se hicieron millonarios regalando tortas.
Javier Duarte, gobernador de Veracruz, amigo de Enrique Peña Nieto, no dejó solo a su correligionario en esta nueva costumbre del Grito de los Acarreados. Amén de previamente apalear a los profesores inconformes, movilizó a 15 mil personas de colonias populares a cambio de cien pesos, una sombrilla, un refresco y un vale para tacos y tortas. Otro priista, César Duarte, gobernador de Chihuahua, celebró la insurgencia atribuida a Miguel Hidalgo el 16 de septiembre de 1810 con personajes no menos importantes: Laura G, Facundo, los grupos Primavera y Los Recoditos. No se quedó atrás el gobernador de Chiapas, Manuel Velasco Coello, pareja de la exprotagonista de RBD Anahí, quien repartió a vecinos de colonias tuxtlecas una pulsera, banderines, playeras rojas, blancas y verdes y un programa cultural impecable: El Norteño, Lupillo Rivera y Joan Sebastian -¿En qué momento la programación dominical de Televisa relevó a las Secretarías de Cultura?-.
Habría que ser justos con la historia. Si bien el controversial Grito de Independencia –los investigadores no han logrado autentificar la veracidad de esta mítica celebración- no ha estado exento de polémicas y disputas políticas, en los últimos sexenios ha devenido en una ceremonia que predominantemente gozan las elites del país.
En 2007, Felipe Calderón, el presidente de la guerra, debió cumplir con el ritual valiéndose de la ayuda del Estado Mayor Presidencial, que tapó las decenas de imágenes colocadas por los simpatizantes de Andrés Manuel López Obrador, quienes se mantenían apostados para reclamar el fraude electoral de 2006. Un tercio del Zócalo había sido cercado. Antes, Vicente Fox debió mudarse, junto con sus invitados, a Dolores Hidalgo, a sabiendas de la rechifla que le esperaba en el Zócalo capitalino.
No fue menos vergonzosa la ceremonia por el bicentenario de la Independencia y el centenario de la Revolución. Las familias mexicanas esperaron hasta quince horas, ya que la policía tenía la orden de negarles el ingreso. “La policía optó por dejar entrar a esas personas que corrieron alegremente al centro de la plaza, antes de bloquear definitivamente esas calles. Nadie podía ya salir ni entrar. Los ‘corralitos’ se cerraron. Algunas familias quedaron divididas: unos junto al atrio de la Catedral, otros por el astabandera”, recuerda la crónica publicada por el diario La Jornada el 17 de septiembre de 2010.
Se ha convertido en la fiesta de los poderosos. Ellos son los más agradecidos con la patria. Se pueden vestir de presidentes, jurar ante la Constitución, cantar el himno en el Congreso y autorizar Colosos o Estelas de Luz a mansalva. Arduo trabajo premiado con interminables vacaciones, sueldos generosos y corrupción intocada. ¡Vaya que tienen razones para celebrar! Y en grande.
El pasado miércoles 18 de septiembre decenas de turistas pobres varados en Acapulco veían cómo los soldados del Plan DNIII subían a hijos de funcionarios, ejecutivos y sobrinos de militares a un avión Boeing de la Fuerza Aérea Mexicana para ser rescatados de la tormenta “Manuel”. Ellos, los asalariados, esperaron más de 17 horas, mientras los privilegiados fueron salvados de inmediato. Agria metáfora del regreso del priismo: los acarreados devoran tacos placeros, los que acarrean se engullen el país.
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