Martín Esparza Flores
25 octubre 2014
—II—
Desde hace dos siglos, México arrastra el pago de los intereses de su deuda como un eterno lastre que ha crecido geométricamente hasta transformarse simbólicamente en las modernas cadenas de un colonialismo que han acosado al país desde su independencia y a todo lo largo de su historia. El triunfo de la Guerra de Reforma, a mediados del siglo XIX, logró frenar, por un breve periodo, la amenaza mundial ejercida entonces por España, Inglaterra y Francia, cuando el presidente Juárez rompió relaciones con las naciones agresoras.
Desde la proclamación de Independencia, con el ascenso al poder de Agustín de Iturbide, y ante la ruina en que dejaron al país los gobiernos virreinales, los empréstitos al exterior fueron considerados como la manera de afrontar la ruina de las finanzas públicas; Iturbide pactó las dos primeras inyecciones de recursos en condiciones por demás desventajosas pues los banqueros ingleses, entonces los mayores prestamistas del mundo, aceptaron otorgar a México dos préstamos de 16 millones de pesos cada uno, bajo el requisito de aceptar el pago por adelantado de exorbitantes intereses y ominosas comisiones que redujeron los 32 millones a la risible suma de 11.8 millones de pesos.
Sólo en apariencia, México se había desligado de España pues Iturbide había aceptado una deuda leonina impuesta por la Corona Española a cambio del reconocimiento de su gobierno; de esta forma, los adeudos aparecieron como una maldición insalvable en nuestro parto como nación independiente; al asumir el cargo en 1824, Guadalupe Victoria expidió un decreto donde reconocía tanto los adeudos con los gobiernos virreinales como los créditos obtenidos por los jefes insurgentes desde la proclamación del Plan de Iguala, en febrero de 1820, hasta al triunfo del Ejército Trigarante en septiembre de 1821, al igual que los créditos acordados hasta antes de su llegada al cargo.
La crisis política, económica y social que privaba entonces en el país obligó a que en 1827, México se viera en la necesidad de suspender el pago de los intereses de su deuda externa, debido a su manifiesta insolvencia; en 1831 se reanudaron algunos pagos pero meses después se estableció la moratoria que habría de prolongarse hasta 1851. La usura de los prestamistas extranjeros era tal que mientras en 1831 se debían 34 millones de pesos, para 1837 ya eran 46 millones y en 1846 la cifra llegaba a los 51,2 millones de pesos. Toda fortuna para aquellos tiempos.
Tras la pérdida de la mitad de su territorio ante Estados Unidos, en el gobierno de Antonio López de Santa Anna, al iniciarse en 1857 el movimiento de reforma, el país enfrentaba la amenaza de invasión de tres de los países más poderosos de aquella época: Inglaterra, que exigía el pago de adeudos por 69 millones 994 mil pesos; Francia que contabilizaba 2 millones 860 mil pesos; y España, 9 millones 460 mil pesos.
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