Martín Esparza Flores/ Revista Siempre/ 8 noviembre 2014
Cuando empresarios norteamericanos presentaron a Sebastián Lerdo de Tejada su solicitud para iniciar la construcción del ferrocarril que uniría el país con Estados Unidos, el sucesor del presidente Benito Juárez acuñó la histórica frase: “Entre la fuerza y la debilidad, conservemos el desierto”.
Desgraciadamente para México, la conseja fue desoída con el arribo de Porfirio Díaz al poder, pues no sólo alentó el levantamiento de una línea ferroviaria hacia el vecino país del norte sino que además abrió las puertas a la inversión extranjera y reconoció la deuda externa que Juárez desconociera con los países agresores durante la Guerra de Reforma, lo que propició que de la noche a la mañana, en 1890, la deuda pública se triplicara a 126,9 millones pesos, llegando a finales del siglo XIX a 350 millones de pesos, cuando la paridad con el dólar era de uno a uno.
El entonces secretario de Hacienda, consejero personal del tirano Díaz y líder de los llamados Científicos —los tecnócratas del naciente del siglo XX—, José Yves Limantour, convenció al entonces presidente de comprar a los inversionistas extranjeros instrumentos de crédito llamados “debentures” expedidos a favor de la Compañía Ferrocarrilera Interoceánica así como acciones de la empresa Ferrocarril Nacional.
Sin recato alguno para el futuro de un país empobrecido y colocado en manos de la naciente oligarquía nacional y extranjera, Limantour tomó capital de las reservas del tesoro mediante la emisión de obligaciones a corto plazo con el gobierno de México. Poco después, con un Díaz convencido de que los ferrocarriles eran parte indivisible de lamodernización del país, el secretario de Hacienda se permitió emitir “nuevas obligaciones” del gobierno mexicano por un total de 18.5 millones de pesos, de tal forma que al querer nacionalizar las líneas férreas, el país debió solicitar grandes empréstitos al exterior, intención que finalmente se vendría abajo por la excesiva cantidad de recursos que se requerían para tal fin, no quedando otra opción que la de pagar con bonos que hipotecaban a la entonces naciente empresa: Ferrocarriles Nacionales, por 100 millones de pesos.
Gracias a la visión de apertura total al capital extranjero de Limantour y a la ignorancia supina de Díaz en materia de finanzas, nació la deuda ferrocarrilera, la cual nunca tuvo razón de ser ya que la construcción de las vías férreas se realizó con financiamiento, recursos y esfuerzo de la propia nación. Algo similar a lo que ha sucedido hoy en día con los llamados Pidiregas.
Durante su gobierno, Lázaro Cárdenas expresó: “No ha variado la actitud de México en lo que respecta al problema de su deuda exterior; los deseos del gobierno de cumplir todas sus obligaciones siguen subordinados a la necesidad de aplicar la mayor parte de los recursos del país a su progreso cultural y político”.
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