26 de abril 2015
Además del costo enorme en términos de injusticia social, crecimiento de la pobreza y pérdida de la paz pública, la imposición y consolidación del modelo económico neoliberal en nuestro país convirtió algunos de los principales ramos de la economía nacional en auténticos polos de saqueo de los recursos monetarios o naturales de la nación, con el consecuente crecimiento del poder fáctico de las empresas foráneas que controlan esos ramos.
Tal es el caso de la minería, una actividad que en México es dominada por empresas trasnacionales –la mayoría de origen canadiense–, que se ha caracterizado por arrojar grandes ganancias a los principales accionistas de éstas, a costa de una profunda devastación económica y social.
De acuerdo con datos de la Cámara Minera de México, 70 por ciento de las concesiones –unos 92 millones de hectáreas– están en manos de trasnacionales. Al control que ejercen las empresas mineras sobre extensas zonas del territorio nacional, se suman las deplorables condiciones de trabajo que suelen imponer a sus empleados –equiparables a la esclavitud y carentes de mínimas medidas de seguridad–, que es un factor estrechamente relacionado con el desproporcionado margen de ganancias que obtienen de la explotación de yacimientos; la pobreza, el deterioro ambiental y la descomposición social que provocan en los entornos en que se desarrolla esa actividad, y el ínfimo aporte que realizan al país por la vía fiscal.
Tales consideraciones desmienten uno de los principales argumentos con que los gobiernos de las tres décadas recientes han defendido las directrices económicas neoliberales: que la conversión del país en un destino atractivo para los capitales foráneos –mediante acciones como la privatización de la propiedad nacional, la apertura indiscriminada de mercados, la desregulación económica y el aniquilamiento de derechos sociales y laborales– derivaría en una importante captación de divisas que permitirían financiar el desarrollo.
La realidad, en cambio, es que la razón principal por la que los capitales foráneos invierten en nuestro país es porque aquí encuentran condiciones mucho más ventajosas que las que tienen en sus entornos de origen; porque se ven favorecidos por regulaciones exageradamente flexibles que se complementan con los márgenes de impunidad que prevalecen en el país, y les permite a esas empresas violentar el estado de derecho sin el temor de ser sancionadas por ello.
En la hora presente, para colmo, esas condiciones confluyen con la posibilidad de un ensanchamiento del saqueo económico a raíz de las modificaciones constitucionales de los últimos dos años que permiten la inversión privada en las distintas ramas que integran el sector energético, empezando por la industria petrolera y la generación y distribución de electricidad.
La conclusión obligada e inevitable, a la luz de la bonanza económica que han alcanzado las empresas mineras en el país, de la precariedad e incertidumbre que origina entre trabajadores, campesinos, pueblos originarios y población en general, y del persistente saqueo de recursos que representa esa actividad, es que la agenda pública en México es determinada por los intereses privados y trasnacionales, no por la población. Tal es, en suma, el rasgo característico de un orden institucional que se reclama
democrático, pero que en la realidad obedece a un puñado de potentados y poderes fácticos, la mayoría extranjeros.
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