15 de febrero de 2015
La reciente difusión del Índice Nacional de Participación Juvenil 2014 permite corroborar algunas percepciones generalizadas sobre la pobre vinculación entre los jóvenes del país y la casta política tradicional, y el desencanto de los primeros respecto de la segunda. De acuerdo con el documento presentado en la Cámara de Diputados, 45 por ciento de los muchachos de este país no creen en ningún partido, y 31 por ciento manifiestan no tener interés alguno por la política. En contraparte, pese a que ese sector representa casi una tercera parte del padrón electoral, sólo 3.5 por ciento de los integrantes de los órganos legislativos del país son menores de 30 años.
Más allá de la falta de identificación ideológica o programática con los integrantes de los institutos políticos que se disputan el poder formal en México, las causas de este desencanto parecen más relacionadas con el fracaso que esas organizaciones han tenido en su pretendido compromiso por mejorar las condiciones de vida de la población en general, y de los jóvenes en particular.
El hecho puro y duro es que, para millones de mexicanos jóvenes, no hay el menor margen social para el ejercicio de una vida política activa, ni para el desarrollo de aptitudes y capacidades, sobre todo por la desintegración y la ruptura de los tejidos sociales, la falta de empleo o las deplorables e injustas condiciones laborales; las pésimas condiciones de vivienda y transporte en que subsisten millones de familias, la desolación ante una economía sin horizontes de movilidad social, la negación sistemática de garantías constitucionales básicas por parte de las autoridades de todos los ámbitos y niveles.
Tal circunstancia ha sido generada en buena medida por las estrategias económicas y por la falta de programas sociales de los últimos gobiernos y de las fuerzas políticas representadas en los ámbitos legislativos.
Por lo demás, en el caso de los adolescentes y de los adultos jóvenes puede evidenciarse con nitidez la relación causal entre pobreza y criminalidad, en la medida en que la segunda es, para incontables muchachos, la única vía para escapar de la primera. Peor aún, muchas autoridades de los tres niveles convierten en sospechosos automáticos a los jóvenes –especialmente, a los de bajos recursos– y criminalizan por sistema sus hábitos sociales, su forma de vestir y sus formas de comunicación. A ello se suma una ofensiva conservadora y clerical contra la educación sexual, contra los derechos reproductivos y contra el ejercicio de la identidad y las preferencias sexuales, circunstancia que no ha sido corregida –y antes bien ha sido incluso alentada– por las instancias del poder formal.
En el terreno de las estrategias económicas, en el de la educación, en el de la salud y en el de las políticas sociales, resulta necesario un viraje que otorgue un lugar en la sociedad a la porción joven de la población en general. De otra forma no se podrá revertir el manifiesto desencanto juvenil hacia los políticos y la política institucional, que no es sino un reproche de ese sector ante la justificada percepción de que su país no los toma en cuenta.
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