Editorial la jornada
Conforme pasan las semanas tras la elección del pasado primero de julio, se consolidan los elementos de juicio para ponderar las gravísimas fallas en que incurrió la institucionalidad electoral, así como los factores de distorsión de la voluntad popular: el papel de los medios electrónicos y de las dudosas encuestas en la inducción indebida de tendencias, la flagrante inyección de recursos económicos para la compra de votos, el origen opaco de tales recursos, la sistemática negativa del Instituto Federal Electoral (IFE) a frenar las anomalías durante las campañas y, para rematar, el desaseo tradicional en el manejo de la papelería y la documentación empleadas en los comicios.
Las pruebas de distorsión electoral presentadas hasta ahora por el Movimiento Progresista y su candidato presidencial, Andrés Manuel López Obrador, han cimbrado a la opinión pública y hasta los medios que le son tradicionalmente adversos han debido hacerse eco de tales informaciones. Los componentes irregulares en la conformación de los resultados oficiales favorables al abanderado priísta, Enrique Peña Nieto, han terminado por generar la extendida certeza de que en el primer semestre de este año el Partido Revolucionario Institucional realizó una campaña inequitativa, opaca y posiblemente vinculada a la comisión de delitos que culminó en una elección ajena a lo planteado en el artículo 41 de la Constitución.
En los días transcurridos desde la elección, el IFE, por su parte, ha terminado por exhibir una pacialidad incompatible con su tarea constitucional y legal. Ejemplo de ello es la acendrada e improcedente defensa en la que se enzarzó ayer el presidente del organismo, Leonardo Valdés Zurita, del cuestionado papel de las casas encuestadoras y de su presumible función no como presentadoras de tendencias electorales, sino como inductoras de ellas para favorecer al ex gobernador mexiquense.
La validación de una elección manifiestamente irregular y turbia por parte del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF), así como la toma de posesión de un político que, según se ve, genera rechazo en la mayor parte del electorado sería, en estas circunstancias, un duro golpe a la legalidad y la institucionalidad, a la ética republicana y a la armonía social. Ante esta perspectiva, la propuesta formulada ayer por el ex candidato de las izquierdas, en el sentido de que el TEPJF invalide el proceso y que el Legislativo conforme un gobierno interino, puede constituir una salida adecuada a la crisis política, una solución institucional y constitucional para resolver la crispación presente.
La designación de un presidente interino por el Congreso significaría aplicar el marco legal, no interrumpirlo ni alterarlo, toda vez que esa vía está prevista con toda claridad en el artículo 84 de la Constitución.
En la hora presente es necesario que los integrantes del TEPJF se ciñan a la letra y al espíritu de la Carta Magna y de las leyes electorales, para actuar con altura de miras y sentido histórico y nacional; que no se limiten a despachar un trámite, sino que operen para evitarle al país una nueva administración carente de legitimidad –como la que está por terminar– y una fractura social de consecuencias impredecibles.
Cabe esperar que ese mismo espíritu florezca entre los legisladores y el conjunto de la clase política, independientemente de su signo partidario.
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