viernes, 5 de julio de 2013

Egipto: golpe de Estado y paradojas

Editorial
La Jornada
Un día después del derrocamiento militar de Mohamed Mursi, el primer mandatario electo democráticamente en Egipto, la presidencia interina de ese país fue ocupada ayer por Adly Mansur, quien se desempeñaba como presidente del Tribunal Constitucional, en lo que marcó el inicio del periodo de transición” impuesto por las fuerzas castrenses. En tanto, la persecución emprendida por el propio ejército en contra de los cuadros más prominentes de la Hermandad Musulmana –la organización integrista islámica que llevó a Mursi a la presidencia– continuó ayer con la detención de su máximo líder, Mohamed Badie.

Tales acontecimientos marcan el fin, en forma por demás prematura, del breve periodo de democracia formal que alcanzó Egipto luego de siete décadas de gobiernos autoritarios, el último de ellos encabezado por Hosni Mubarak, quien fue derrocado por una revuelta popular a principios de 2011. Ciertamente, el propio Mohamed Mursi y la Hermandad Musulmana desempeñaron un papel protagónico en el retroceso democrático y en la cancelación de las libertades civiles que padece Egipto, al adoptar, en los meses que permanecieron en el poder, numerosas directrices reaccionarias, incluida la promulgación de una constitución de corte islamita.

Sim embargo, incluso en esas condiciones habría sido deseable que los ciudadanos egipcios hubieran canalizado por vías institucionales el rechazo acumulado en los meses de gobierno de Mursi y que la salida de éste del poder hubiera sido resultado de un proceso soberano de revocación del mandato, no de una asonada militar. En cambio, la entrega del poder político en Egipto al mando castrense constituye una bancarrota de la incipiente institucionalidad democrática construida tras la caída de Mubarak.

No deja de ser paradójico que los sectores progresistas laicos que impulsaron las movilizaciones de 2011 y que lograron la caída del vetusto régimen militarista hayan quedado, a fin de cuentas, marginados de un poder que en los pasados meses fue compartido por los mandos castrenses, los islamitas y los remanentes de la vieja burocracia de El Cairo, y que ahora, a raíz de los hechos de días recientes, ha quedado bajo control de los primeros. Más allá de los reclamos sociales de libertad, modernización y democracia que dieron origen a la llamada primavera árabe, la orfandad programática y organizativa del movimiento ciudadano que derrocó a Mubarak terminó por fortalecer el ejercicio del poder autoritario de la cúpula militar.

Egipto ingresa, en suma, en una nueva e incierta etapa histórica, que podría serlo más si Estados Unidos y sus aliados de Occidente porfían en actitudes y prácticas injerencistas como las que ha esbozado en horas recientes Barack Obama, al demandar que el gobierno de El Cairo sea restituido a la autoridad civil, demanda que sólo corresponde enarbolar a la propia ciudadanía del país árabe. Cabe esperar que la sociedad egipcia –particularmente los sectores que se han movilizado durante más dos años por un país democrático, plural y libre– sepa desarrollar, aun en este nuevo contexto, formas organizativas que le permitan encontrar un camino transitable a la democracia, el desarrollo y la modernidad.

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