Editorial
Según un informe sobre Petróleos Mexicanos (Pemex), del que se da cuenta en esta edición, la paraestatal entrega al gobierno federal impuestos equivalentes a 67.4 por ciento de sus ingresos totales. Descontada esa cantidad, lo que le queda a la paraestatal para reinvertir en actividades sustantivas resulta claramente insuficiente: menos de una décima parte de los recursos obtenidos por sus ventas.
Salta a la vista el hecho de que dicha cantidad es mucho menor al monto que las competidoras foráneas de Pemex reinvierten del total de sus ingresos. La brasileña Petrobras, por ejemplo, destina hasta una tercera parte de lo obtenido por ventas de crudo a inversiones productivas y tareas como la prospección y la exploración. A dicha circunstancia, que de suyo coloca a Pemex en una desventaja competitiva frente a otras petroleras, se suma la asfixia presupuestal a que es sometida la paraestatal, como quedó demostrado con la decisión de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público de recortar más de 33 mil millones de los recursos aprobados a la compañía para 2013.
Los datos mencionados confirman la tendencia, denunciada muchas veces por diversos actores políticos, sociales y de la academia, de acabar con la entidad petrolera por medio del saqueo hacendario y la inanición presupuestal, y corrobora la indebida dependencia gubernamental de los ingresos petroleros, fenómeno que data del sexenio en que gobernaba José López Portillo y que, pese a la retórica de las presidencias siguientes contra el “populismo económico”, no ha sido modificado por las administraciones neoliberales, sino todo lo contrario: ha sido arraigado y profundizado por éstas.
Es innegable que Pemex necesita realizar, con urgencia, inversiones cuantiosas en áreas estratégicas para su desarrollo, como la exploración, la explotación y la refinación, que le permitan superar el rezago que ha acumulado a lo largo de muchos años y revertir las inercias negativas que acusa con respecto a su capacidad de producción. Para ello no es necesario avanzar en la entrega total o parcial de la paraestatal a manos de particulares –como ha venido insistiendo el gobierno de Enrique Peña Nieto en semanas recientes–, sino dejar de arrebatarle por la vía fiscal la mayor parte de sus ingresos brutos, y emprender medidas efectivas para combatir la corrupción que campea en su aparato administrativo y en su cúpula sindical.
Contrariamente a esas necesidades, el gobierno federal en turno se mantiene renuente a buscar fuentes adicionales de financiamiento del Estado que no sean el saqueo fiscal de la industria petrolera nacional. En ese sentido, es inevitable preguntarse hasta qué punto las pérdidas sufridas recurrentemente por Pemex son resultado de un designio por presentar al sector público como intrínsecamente incapaz de administrar el sector energético de manera eficiente y transparente, a fin de exponer como viable y hasta necesaria una privatización que ha sido consistentemente rechazada por la mayoría de la sociedad.
Es verdad que el país requiere reformas legislativas en materia energética y petrolera, pero no para modificar el estatuto público de Pemex, sino para modificar los términos de su vinculación con el gobierno federal, a fin de garantizar la autonomía de la empresa y su capacidad de reinvertir en márgenes adecuados sus ingresos. Es urgente, por tanto, que Pemex sea colocada en un régimen de autonomía fiscal y que la administración federal obtenga recursos públicos como lo hacen los gobiernos de otros países: mediante el cobro de impuestos justos y equitativos a las grandes empresas y capitales financieros, con políticas de austeridad –como el recorte de los salarios y la desaparición de las prerrogativas onerosas de que gozan los altos funcionarios de la administración pública– y con acciones de combate a la corrupción.
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