Martin Esparza*
Contralínea
Desde que en el sexenio de José López Portillo el entonces líder parlamentario Luis M Farías hiciera célebre la frase de que los priístas le estaban buscando la cuadratura al círculo, con referencia a legislar sobre el derecho a la información, las subsecuentes administraciones federales, sin dejar de mencionar a las panistas, ponderaron el fortalecimiento del actual monopolio que controla a los medios de comunicación, reduciendo a meros formulismos de su retórica en turno un asunto tan delicado y trascedente para el avance democrático como es el verdadero derecho a la información, que aún sigue esperando la sociedad mexicana. En términos claros y llanos, luego de 30 años, los políticos todavía siguen buscándole la cuadratura al círculo.
Ahora, en la presente administración, la reforma a las telecomunicaciones anunciada como la moderna panacea que permitirá “fortalecer el derecho fundamental a la información y expresión”, de acuerdo con lo oficialmente planteado, se convierte en una más de las trampas y argucias legales tendidas en contra de la libertad de expresión.
Tampoco se vislumbra que en los hechos la iniciativa vaya a minar, o al menos fragmentar, el poder de los monopolios ya existentes; y sí, por el contrario, busca abrir más espacios, pero no para que tengan cabida medios alternativos sino el capital internacional; de tal suerte que también quedarán anuladas las promesas hechas a la población de bajar el costo de los servicios.
Con los pies en la tierra, y por la gravedad que encierra el asunto, especialistas en la materia, analistas y comunicadores, alertan de la encubierta trampa del proyecto de ley al contener una modificación al Artículo 6 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos donde se establece sancionar los ataques a la “vida privada” de los funcionarios públicos.
Lo que acertadamente se califica como una pretendida ley mordaza, prácticamente estaría dotando de un blindaje jurídico a los hombres del poder, en cualesquiera de las tres instancias públicas, para no ser molestados ni por ciudadanos curiosos ni por comunicadores incómodos que traten de explicar a la gente el origen de muchas de las excentricidades, exorbitantes gastos y fortunas de los políticos en turno y sus familias.
Es decir que los Granier, los Reynoso Femat, las Rosario Robles y otra infinidad de casos tendrían que quedarse en el terreno de los conocimientos privados pues, por ejemplo, si alguien osara revelar que tal o cual político compró a su hijo, esposa, amante o familiar cercano un automóvil Jaguar, un Ferrari o un Lamborghini, o que su parentela usa los aviones oficiales para pasearse por México y el mundo, se expondría a ser acusado de atacar, de invadir “la vida privada” de tan finísimas personas, intocables en el terreno de la opinión pública por el sólo hecho de pertenecer al selecto grupo de servidores públicos que viven y –por regla general– se enriquecen con nuestros impuestos.
Valga decir que la torcida pretensión no es nueva; ya hace 2 años, en septiembre de 2011, la pasada legislatura de los priístas en San Lázaro buscó penalizar con cárcel a quien, en pleno ejercicio de su libertad de expresión –fuera ciudadano o periodista–, se atreviera a difamar o injuriar a “partidos políticos y candidatos”; es decir que sólo por expresar su verdad o emitir su punto de vista, si esto no resultaba del agrado de la institución política o el candidato en referencia, el autor podría ser sancionado y hasta detenido.
Antes de 2007, el Código Penal Federal establecía en su artículo 350 con respecto de los asuntos de difamación o daño moral:
“La difamación consiste en comunicar dolosamente a una o más personas la imputación que se hace a otra persona física o moral en los casos previstos por la ley, de un hecho cierto o falso, determinado o indeterminado que pueda causarle deshonra, descrédito, perjuicio o exponerlo al desdén de alguien”. Quiere decir que aun cuando se dijera la verdad, si alguien se sentía agraviado, podía alegar daño moral.
Tal ordenamiento, que era una auténtica guillotina usada en incontables ocasiones contra los comunicadores que por decir la verdad incomodaron a los hombres del poder, fue derogado en marzo de 2007 por unanimidad de los senadores, con lo cual quedaron los periodistas (en general, los comunicadores) exentos de ser procesados penalmente por difundir sus informaciones u opiniones.
Sin embargo, 4 años después, la modificación al Código Penal que proponía el Partido Revolucionario Institucional intentaba retornar la persecución a los medios al establecer:
“Artículo 412 Bis. Se impondrán de 100 a 200 días de multa y prisión de 1 a 6 años a quien injurie o difame a las instituciones, autoridades electorales, partidos políticos, precandidatos, candidatos o coaliciones; si el responsable fuese funcionario electoral, funcionario partidista, precandidato, candidato o servidor público, la pena será de 200 a 300 días de multa y prisión de 2 a 9 años”.
La autoritaria pretensión no avanzó pues quedó atorada en el seno de la Comisión de Justicia, pero ahora el caso es de dimensiones mayores, pues la modificación planteada en la iniciativa del actual gobierno propone un cambio a la Constitución misma y no al articulado de una ley secundaria.
Tampoco puede pasarse por alto que una vez más, y sin el consenso de los directamente afectados –los periodistas y la sociedad en su conjunto–, se quieran imponer cambios constitucionales que por su trascendencia debieran ser analizados a fondo, como ha acontecido con la reforma laboral y ahora con la reforma energética, entre otras irresponsables decisiones púbicas y legislativas.
Resultará imposible que en nuestro país hablemos de avances democráticos mientras el gobierno busque conculcar un derecho que es pilar de toda sociedad civilizada, como lo es la libertad de expresión. Es lamentable que lejos de proteger a los comunicadores, el ejercicio del periodismo en México siga siendo una de las profesiones de más alto riesgo dentro de los estándares internacionales; más de 80 comunicadores han sido asesinados de 2000 a la fecha, y un número mayor se encuentran en calidad de desaparecidos.
Si nuestro país se dice una nación democrática y respetuosa de los derechos humanos no puede aceptar que sus autoridades consientan el que los comunicadores queden virtualmente atrapados entre dos fuegos: uno, el riesgo que les impone el tratar asuntos relacionados con el crimen organizado; y dos: el riesgo que ahora implicaría a su labor el difundir asuntos de corrupción de los políticos de piel muy sensible pero uñas muy largas, que estarían protegidos por la modificación al Artículo 6 constitucional.
Estamos convencidos de que si las organizaciones sociales, sindicatos independientes, comunicadores y todos los sectores de la sociedad civil conscientes de las graves consecuencias que puede traer para el pleno ejercicio de nuestros derechos se unen, una alteración a la Constitución de tales dimensiones se podrá revertir. Por el bien del país, todos sin excepción, debemos echar abajo este atentado a la libertad de expresión.
*Secretario general del Sindicato Mexicano de Electricistas
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