Editorial la jornada
A dos semanas de que venza el plazo para que la Cámara de Diputados dictamine el proyecto de reforma laboral enviado por Felipe Calderón el 1º de septiembre, bajo la figura de
iniciativa preferente, son cada vez más inequívocas las señales de que el propósito real de esa propuesta y del proceso legislativo correspondiente no es la creación de empleos, como afirman sus promotores, sino el avance de la agenda empresarial en el marco legal que regula las relaciones de trabajo.
Luego de una reunión privada con representantes de las tres principales fracciones parlamentarias –PRI, PAN y PRD—, la dirigencia del Consejo Coordinador Empresarial manifestó ayer que los legisladores
van a discutir y van a empujar un acuerdo para sacar la reforma laboral, la cual, como han afirmado diversas especialistas en la materia, destaca por su carácter ofensivo a los derechos de los trabajadores y por la incorporación de reivindicaciones añejas del sector patronal: ampliación de la contratación temporal, abaratamiento del despido, legalización deloutsourcing y limitación del pago de salarios caídos en los conflictos obrero-patronales y del derecho de huelga, entre otras modalidades que encajan en el eufemismo de
flexibilidad laboral.
No debe sorprender que el organismo cúpula del empresariado –en tanto representante de uno de los denominados
factores de la producción– ejerza su capacidad de cabildeo para influir en un proceso de deliberación legislativa como el que ahora se desarrolla. Pero la disposición de los legisladores a atender a los llamados de ese grupo, en contraste con la actitud sorda que han mostrado hacia los sectores críticos de la reforma –sindicatos, académicos, organismos de la sociedad civil– hace inevitable pensar que el dictamen que se gesta en San Lázaro podría ser producto de una negociación opaca, discrecional y pronunciadamente antidemocrática entre los supuestos representantes populares y los dueños del dinero.
El argumento principal de los impulsores de esta reforma –la legislación laboral vigente es un obstáculo para la creación de empleos en el país– queda desvirtuado con lo expresado ayer mismo por el presidente del Consejo Mexicano de Hombres de Negocios, Claudio X. González, quien afirmó que el principal lastre para las inversiones productivas en México es la falta de seguridad pública y jurídica en el país.
Si eso es verdad, cabe preguntarse qué tanto podría ayudar la aprobación de una reforma laboral como la comentada a la generación de empleos, en la medida en que el Estado siga sin poder cumplir con su responsabilidad más elemental. Más aún: habida cuenta de la relación existente entre la criminalidad, por un lado, y la marginación, la pobreza y el desempleo por el otro, es inevitable concluir que la causa principal de ese círculo vicioso no radica en la obsolescencia de la actual Ley Federal del Trabajo, sino en que ésta ha quedado reducida a letra muerta durante el ciclo de presidencias neoliberales.
Sería mucho más presentable en términos políticos –y mucho más benéfico para el país, a la larga— que los legisladores involucrados en la discusión de la reforma laboral fueran más allá de los enjuagues opacos ente partidos, bancadas y poderes fácticos y, si en verdad es impostergable el diseño de modificaciones legales en materia laboral, éstas se efectuaran por medio de un debate amplio e incluyente, que recoja el sentir de todos los actores involucrados. De otra forma, la citada reforma, en caso de aprobarse, será un regalo más a los empresarios.
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