Editorial
Ayer, en el contexto de una ronda de subastas de contratos integrales de servicios para la exploración y explotación de crudo en Chicontepec, tres bloques de territorio asignados por medio de esos instrumentos jurídicos fueron adjudicados a las compañías Halliburton, Operadora de Campos DWF y Petrolite de México; el proceso de concesión de dos bloques más fue declarado desierto y el restante se difirió. En conjunto, los bloques subastados suman reservas totales posibles por 3 mil 195 millones de barriles de petróleo crudo, que significan aproximadamente 15 por ciento de las reservas totales de Chicontepec.
Es necesario recordar que la figura de contratos integrales de servicios –los cuales permiten al capital privado explorar y producir en campos petroleros del país– fue introducida a la legislación reglamentaria de la industria petrolera en el marco de la reforma energética aprobada en 2008, y constituye un instrumento jurídico de dudoso apego al mandato estipulado en la Constitución. En efecto, el artículo 27 de la Carta Magna consagra que “tratándose del petróleo y de los carburos de hidrógeno sólidos, líquidos o gaseosos o de minerales radioactivos, no se otorgarán concesiones ni contratos” y que “la nación llevará a cabo la explotación de esos productos”.
Es preocupante, pues, que una porción importante de territorio y de los recursos petrolíferos del país haya sido entregada al control de particulares mediante formas de contratación que constituyen, en el mejor de los casos, una inconsistencia jurídica que pone en riesgo la propiedad pública y la soberanía del Estado sobre los recursos de la nación, y que debe, en consecuencia, ser corregida.
Tanto más preocupante es que entre los beneficiarios de esta operación se encuentre la empresa Halliburton, representante paradigmática de un modelo de depredación corporativa inescrupuloso y violador de la legalidad, como quedó demostrado con las fraudulentas asignaciones de contratos en Irak y Afganistán, que representaron el desvío, en favor de esa compañía, de parte de los recursos destinados por la Casa Blanca durante la invasión estadunidense a esos países.
Las adjudicaciones referidas no sólo representan un retroceso en materia de soberanía y potestad sobre los recursos naturales, sino también el riesgo de poner franjas del territorio nacional bajo control de entidades corporativas que se caracterizan por su tendencia a violar la ley y, en consecuencia, de propiciar una negación del estado de derecho en esos puntos del país.
Un precedente ineludible del desempeño abusivo y del desprecio por la legalidad que ha caracterizado a las empresas energéticas es el episodio que precedió al decreto expropiatorio del 18 de marzo de 1938, cuando las compañías estadunidenses y británicas que controlaban por entonces la industria petrolera nacional desobedecieron fallos de la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje y de la Suprema Corte de Justicia de la Nación que les ordenaban respetar los derechos laborales de sus trabajadores.
En la circunstancia actual, porfiar en el intento de transferir a manos privadas el control de los recursos naturales y del propio territorio implicaría inducir una regresión nacional de casi ocho décadas, con el agravante de que el margen de soberanía y fortaleza institucional de nuestro país, así como el estatus de la relación bilateral con el vecino del norte, es mucho más desfavorable para México que entonces.
Si algún sentido tiene la realización de una reforma energética en la actual coyuntura es, precisamente, para acotar el creciente poder fáctico que han adquirido las empresas energéticas –no solamente las del ramo petrolero– en territorio nacional. Ello pasa necesariamente por la prohibición de conceder a particulares el control de bloques de territorio, como los que se subastaron ayer en Chicontepec.
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