Editorial
El desalojo efectuado ayer por elementos de la Policía Federal en el Zócalo capitalino, en donde la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) mantuvo durante semanas un plantón en protesta por la reforma educativa, coloca el conflicto magisterial en la ruta de un agravamiento indeseable y exhibe una institucionalidad política inoperante: lejos de continuar en busca de una salida basada en el diálogo y la negociación con los inconformes, las autoridades han optado por el uso de la fuerza pública, con las consecuentes cuotas de violencia, criminalización y barruntos represivos, elementos que se presentaron ayer mismo en las calles del centro de esta capital.
La circunstancia resulta todavía más grave si se toma en cuenta que el escenario conflictivo que derivó en el citado desalojo fue provocado y agravado por las propias autoridades: en efecto, la explicación oficial ofrecida ayer sobre el operativo policial –la necesidad de despejar el primer cuadro de la capital para realizar las ceremonias del 15 y 16 de septiembre– omite señalar que la prolongada presencia de los docentes en la Plaza de la Constitución, así como las movilizaciones realizadas por ese gremio en esta capital en semanas recientes, fueron consecuencia de la falta de voluntad política de las autoridades para contemplar los puntos de vista de los maestros inconformes en el proceso de discusión y promulgación de modificaciones legales que trastocan sus derechos gremiales y afectan el carácter gratuito de la educación pública. En esa perspectiva, más que una medida tomada en forma coyuntural, el ingreso de la Policía Federal al Zócalo para desalojar a la CNTE luce como una decisión adoptada con antelación, consistente con la cerrazón y la indolencia oficiales durante el conflicto, y que fue, sin embargo, postergada durante semanas por causas poco claras.
Desde una perspectiva más general, la irrupción de la fuerza pública en el Zócalo capitalino constituye una señal particularmente desoladora en un escenario como el actual, plagado de múltiples inconformidades y factores de descontento, como las “reformas estructurales” impulsadas por el actual gobierno –no sólo la educativa, sino también la energética y la hacendaria–; la consumación de injusticias como la cometida contra el indígena tzotzil Alberto Patishtán, y en general, la continuidad de un modelo económico insostenible desde el punto de vista social. El que el gobierno decida recurrir, en esa circunstancia, al uso de la fuerza pública para disolver una de las manifestaciones de descontento es un claro mensaje de advertencia para el conjunto de ciudadanos inconformes, y refuerza los temores de que el país asiste a una restauración del pasado autoritario.
“México es un país en paz y armonía social”, señaló ayer el presidente Enrique Peña Nieto, y dicha frase, contrastada con la imagen de la mayor plaza pública del país ocupada por efectivos federales y tanquetas antimotines, constituye un botón de muestra del divorcio creciente entre el discurso oficial y la realidad. Los hechos de ayer reflejan un país conducido hacia escenarios de peligrosa explosividad social y una institucionalidad incapaz de resolver conflictos más que mediante el empleo de la fuerza.
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