Editorial
Con una mayoría conformada por los senadores del PRI, casi todos los del PAN y los del PVEM, se consumó entre el martes pasado y ayer, en el Senado de la República, una alteración gravísima a la Carta Magna: la cesión al capital privado de facultades hasta ahora reservadas a la nación en exploración, explotación y transformación de petróleo; la conversión de Pemex y la Comisión Federal de Electricidad, hasta ahora entidades paraestatales, a
empresas productivas del Estado, y la eliminación del carácter estratégico de la refinación y el transporte de petróleo, la generación de electricidad y la producción de gas. Asimismo, se abre la posibilidad de que las trasnacionales mineras que operan en el país se sumen a la explotación de reservas de crudo y gas.
En caso de que sean ratificadas por las dos terceras partes de los legislativos estatales, estas adulteraciones constitucionales generarán un desastre económico, político y social: el Estado perderá buena parte de la renta petrolera que ahora recibe y, con ello, se debilitarán o desaparecerán programas de bienestar social que resultan indispensables para grandes sectores empobrecidos de la población y se verán en peligro los presupuestos para salud, educación y servicios.
Las trasnacionales energéticas sentarán sus reales en vastas regiones del territorio nacional e impondrán su ley en ellas, como suele ocurrir en los entornos depauperados donde operan y como ocurría en nuestro país hasta 1938; ese control, a su vez, reducirá los de por sí estrechos márgenes de soberanía que aún le quedan a México. Por otra parte, ante la evidente debilidad fiscalizadora del gobierno, la distribución de licitaciones, contratos y concesiones por parte de Pemex y la CFE dará lugar a un nuevo ciclo de corrupción, en tanto que los trabajadores del sector se verán sometidos a condiciones de precariedad y pérdida de derechos y conquistas. Ello, sin contar que, una vez instaladas en el país, las grandes trasnacionales conformarán un poder fáctico superior a cuantos ha padecido México hasta ahora, el cual tendrá la capacidad de infiltrar y de relegar a las instituciones legales.
Más allá de sus contenidos y de sus consecuencias, esta reforma constitucional es impresentable por antidemocrática, por el desaseo en las formas en que fue adoptada y por su redacción. Cabe preguntarse, en efecto, por qué el oficialismo se ha negado sistemáticamente a someter su iniciativa de privatización del sector energético a una consulta ciudadana; cabe preguntarse, asimismo, por qué los candidatos del PRI y del PAN no incluyeron esa privatización en sus respectivas plataformas de campaña en las pasadas elecciones de 2012.
Por lo demás, el procedimiento empleado por la mayoría privatizadora el martes pasado distó mucho de apegarse al reglamento del Senado, toda vez que el documento que se sometió a votación en el pleno no fue el que se aprobó en las comisiones de Energía, Puntos Constitucionales y Estudios Legislativos, el cual fue alterado en forma subrepticia, pero sustancial, entre una fase y otra del proceso de aprobación.
Para colmo, la técnica jurídica empleada es tan deficiente y precipitada que deja al artículo 27 constitucional con términos contrapuestos, lo que abre paso a la ambigüedad y la discrecionalidad en la aplicación, y abusa de artículos transitorios que adquirirán el carácter de permanentes, como es el caso de los lineamientos sobre tipos de contratación, las atribuciones asignadas a diversas dependencias y la conversión de Pemex y la CFE en
empresas productivas del Estado.
Por el bien del país, por la estabilidad institucional y por el futuro de los mexicanos, la reforma privatizadora del sector energético debe ser revertida. Si no es posible encontrar en el Senado y en la Cámara de Diputados la integridad y la lucidez requeridas, cabe esperar que los congresos estatales impidan la consumación de este agravio a la nación. La sociedad, por su parte, debe recurrir, así sea de última hora, a todos los recursos legales a su alcance para impedirlo.
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