Napoleón Gómez Urrutia | la jornada
La reciente aprobación de la Ley de Asociaciones Público-Privadas, por una vía fast track de última hora en el Senado, después de haber sido aceptada en la Cámara de Diputados, es una confirmación más de que el actual gobierno conservador beneficia excesivamente al sector privado, al mismo tiempo que persigue y hostiliza a los trabajadores, a sus líderes y criminaliza sus luchas sociales.
Ahora abiertamente protege a los hombres de capital, con cargo directo a los recursos del erario, que son propiedad de todos los mexicanos, los cuales se integran con las contribuciones que la población aporta a la Secretaría de Hacienda, aunadas a los ingresos por la venta de bienes y servicios públicos. Estos recursos no deben constituirse arbitrariamente en fondos bancarios para la inversión privada, pero es obvio que esto sucede porque la banca está casi por completo en manos extranjeras y éstas no procuran el beneficio nacional, sino sus intereses.
Nuestra estructura fiscal es de las más endebles en el mundo. Si a su debilidad se le agrega ahora este financiamiento indebido al sector privado, ello la acrecentará, porque además el gobierno les regresa gran cantidad de recursos fiscales por el “tratamiento especial” de que injustamente gozan desde hace años. Es claro que el gobierno con esta ley renuncia de hecho a realizar la obra pública de infraestructura que, incluso en medio de inconsecuencias de criterio, había venido realizando bajo otras siglas partidistas durante largas décadas y con un éxito variable aunque tangible. El actual gobierno federal demuestra no sólo su predilección por el capital privado, por encima de los intereses sociales de la nación, sino que le ofrece con esta ley inmensos recursos públicos, lo cual sólo significa que no ha realizado obra pública de consideración, sino que ahora les entrega esa función a las empresas que puedan desarrollarla, que seguramente serán las más poderosas, y donde el gobierno otorga garantías a esos proyectos con los propios recursos públicos, incluso en los tropiezos que por incompetencia o corrupción cometan las empresas privadas participantes.
Diversas voces cuestionaron en el Senado la adopción de la Ley de Asociación Público-Privada, y en medios, como La Jornada, que no están dispuestos a dejar pasar en silencio un despojo más a la nación. Casi en secreto logró el gobierno echar adelante esta nueva figura que institucionaliza la corrupción que se ha vuelto práctica común, ahora bajo la cobertura de una ley que el amplio espectro de la sociedad no pudo conocer y mucho menos revisar. Todo quedó tras la oscuridad y los arreglos entre bancadas legislativas.
Es probable que algunos o muchos legisladores estén pensando en convertirse, si no es que ya lo son, en proveedores, licitantes y contratistas de obra para el gobierno federal, sin importar el signo político o ideológico del partido que triunfe en las elecciones. De otra manera no es posible entender por qué legalizar y formalizar de manera descarada la corrupción que esta ley traerá implícita.
¿En qué sistema vivimos que existe tolerancia, complicidad, ignorancia e irresponsabilidad jurídica, al aprobar una ley de esta naturaleza, sin condiciones ni limitaciones o candados en la práctica? Es una nueva forma de privatizar bienes y servicios nacionales y de socializar las pérdidas y la explotación, para generar mayor desigualdad.
Esta ley profundiza el futuro saqueo a la nación, tal como sucede actualmente con las concesiones flexibles y sin límite de los recursos naturales no renovables del país, minerales, gas, petróleo y fuentes alternas de energía. Por cierto, sería conveniente conocer y analizar cuántas concesiones mineras se han otorgado a los grupos industriales del país durante los últimos 11 años del Partido Acción Nacional en el gobierno. Qué extensiones del territorio nacional se han entregado a los dueños aparentes de esas concesiones, por cuántos años y quiénes son los consentidos y cómplices.
Como bien lo ha dicho Arnaldo Córdova, en esta ley no se contempla una presencia compartida del gobierno y los privados, sino una virtual sustitución del Estado por los segundos, quienes se encargarán de realizar las obras o servicios públicos que corresponden al Estado. Dijo certeramente el senador Pablo Gómez: “Estamos ante un intento legislativo de legalizar la corrupción y de convertir al Estado en un instrumento de promoción de los intereses privados”. Y el senador Francisco Labastida abundó señalando: “los peligros que para el desarrollo del sector público implica dejar su obra y sus servicios en manos de privados, pues éstos acabarían adueñándose de la riqueza pública y pervirtiendo la vocación de servicio a la sociedad que la anima y la informa”. En suma, estamos ante la renuncia irresponsable de este gobierno a que el Estado sea Estado.
Cuando en los considerandos de la ley se señala que la inversión necesaria será sufragada por el gobierno, esto se confirma, por si alguna duda subsistiera, con la declaración formal de que ese gasto irá a la contabilidad pública gubernamental. El robo que esto implica va a quedar institucionalizado y permitido por esta ley, totalmente en contra de lo prescrito en la Constitución y en las leyes que regulan la actividad económica del Estado.
Aunque esta ley establece que la asignación de contratos se hará por licitaciones, ella previene que cuando se declare desierto uno de estos concursos la dependencia “convocante” la podrá asignar directamente, lo cual abre la puerta para flexibilizar y hacer discrecional esta función, tal como en el pasado no muy remoto ocurrió. Este fue el caso de las privatizaciones de las empresas mineras y siderúrgicas al comienzo del sexenio de Carlos Salinas de Gortari, que en su totalidad eran patrimonio del Estado, o sea, de toda la nación. Después de simular la mayoría de esos concursos, el gobierno le entregó esas concesiones a empresas privadas y a personas previamente escogidas. Lo cual significó un grado de corrupción nunca antes ocurrido en México que se ha visto reflejado en la actual distribución injusta del ingreso.
¿En manos de quién verdaderamente está el futuro del país? ¿Será posible que los mexicanos no entendamos realmente esta situación, que nos importe poco cuál es el destino de esa explotación sin límites, y peor aún, que no nos demos cuenta de lo que vamos a dejar a nuestros hijos y a las futuras generaciones? Me resisto a pensar que México se ha convertido en un país a cuya cabeza está un grupo reducido de vivales y cínicos, frente a una mayoría absoluta de ciudadanos que hasta ahora no hemos sabido defender con fuerza, dignidad y justicia la verdadera riqueza de la nación.
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