sábado, 9 de noviembre de 2013

La canasta básica de la muerte

Estamos desahuciados: en las mesas de los hogares mexicanos no falta la Coca Cola, aunque la literatura jamás se ha utilizado como condimento. Una familia gasta en promedio 2 mil 613 pesos anuales en bebidas carbonatadas, pero guarda una relación desierta con las expresiones artísticas.
8 noviembre 2013 
Juan Pablo Proal 
Proceso

El Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) presentó hace unos días los resultados de la Encuesta Nacional de Gastos de los Hogares 2012. Una familia mexicana dedica el 34 por ciento de sus ingresos a comprar alimentos, bebidas y tabaco; 18.5 por ciento a transporte y comunicación, y 13.8 por ciento a educación y esparcimiento; los hogares con menos ingresos dedican el 52.1 por ciento a satisfacer necesidades básicas y únicamente 5.2 por ciento al tercer rubro. Entre los principales productos de consumo cotidiano se encuentran: gasolina, tortillas, refrescos, tarjeta de celular y pan de dulce. Los resultados de este estudio evidencian que la poesía, el cine, el teatro, las novelas y la pintura son extranjeros en la realidad cotidiana del país.

Las naciones más seguras generalmente están perfumadas de arte. En contraste, las más violentas, intolerantes y corruptas son, por lo regular, los más ignorantes. En abril de este año la Organización de las Naciones Unidas para la Ciencia, la Educación y la Cultura (Unesco) ubicó a México en el penúltimo lugar en hábitos de lectura de entre una lista de 108 países. En promedio, los mexicanos leemos 2.8 libros al año, aunque dicha organización estima que sólo el dos por ciento de la población realmente ha desarrollado el hábito de lectura.

La agencia inglesa “NOP  World”, fundada en 2001, publicó un listado de los países que más leen. En la India, en promedio, la población dedica 10.7 horas semanales a esta actividad; Tailandia, 9.4 horas; China, 8;  Rusia, 7.1; Suecia, 6.9; Francia, 6.9 también. En tanto, relegado,  México destina 5.5 horas semanales. No es una estadística ajena que de entre las 50 ciudades más peligrosas del mundo, nueve de ellas sean mexicanas, de acuerdo con el Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y Justicia Penal. Acapulco fue el segundo territorio más peligroso en esa lista, con mil 170 homicidios cometidos  en 2012; igualmente inseguras fueron incluidas: Torreón, Nuevo Laredo, Culiacán, Cuernavaca, Ciudad Juárez, Chihuahua, Cuidad Victoria y Monterrey.

Otra es la realidad de Islandia, Dinamarca, Nueva Zelanda, Canadá y Japón, todos ellos con altos índices de comprensión y hábito de la lectura y ubicadas como las más seguras del orbe, según el índice de Paz Global, publicado anualmente por el Instituto para la Economía y la Paz.

La ausencia de literatura en los hogares mexicanos no es el único indicador que obliga a pronosticar que el caos actual no tiene redención. Es pertinente mencionar que el hábito de lectura está en franca crisis; según la Encuesta Nacional de Lectura 2012, sólo 46 por ciento de los mexicanos dicen leer, contra el 56 por ciento que aseguró hacerlo en 2006. Lo anterior, sin tomar en cuenta la calidad de las obras que más se venden en las librerías: “superación personal” y superfluos best sellers primordialmente.  En la mayoría de las poblaciones no hay teatros, casas de cultura, conservatorios o museos. No es extraño que los niños sueñen con ser sicarios, con regularidad el único camino que perciben como real para salir de la miseria.

El Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta) publicó en 2007 el análisis “Diagnóstico de Infraestructura Cultural de México”. El estudio arrojó que en el país sólo hay un teatro por cada 185 mil 725 habitantes.  Existen mil 107 museos en México, es decir, uno por cada 93 mil 282 habitantes; en Tlaxcala, Aguascalientes, Quintana Roo, Baja California Sur y Campeche no hay más de 15 museos para la totalidad de los habitantes. No es mejor el escenario de infraestructura de casas de cultura: una por cada 61 mil 540 habitantes; Colima y Nayarit son los peores casos, con diez de estos centros para toda su población.

Las acciones de la nueva administración federal están lejos de erradicar el problema. El gobierno encabezado por Enrique Peña Nieto –quien como precandidato presidencial no pudo citar correctamente el nombre y autor de tres libros que lo hayan influenciado– determinó recortar 4 mil millones de pesos al gasto cultural para 2014, un 23.84 por ciento menos respecto al presupuesto aprobado por la Cámara de Diputados para el próximo año.

No falta quien refute que  la participación del Estado como promotor del arte es un despropósito. “El gobierno como patrocinador de las artes siempre me ha parecido una entidad ridícula. Los frutos de la injerencia oficial que me ha tocado ver son raquíticos”, escribió Jorge Ibargüengoitia en su ensayo Cultura para los pobres. Lo cierto es que sin la provocadora y revolucionaria máquina de utopías que siembra el arte, la población tiene como referentes de conciencia a conductores de talk shows, los escándalos de las estrellas plásticas del melodrama y a dementes líderes sectarios que les prometen felicidad eterna.

Robert McKee, director y guionista estadunidense ubicado como uno de los grandes maestros del cine, reflexiona en su obra El Guión Story lo indispensable de la ficción para el hombre contemporáneo:

“¿Quién es capaz de escuchar sin cinismo a los economistas, a los sociólogos o a los políticos? La religión se ha convertido para muchos en un ritual vacío que enmascara la hipocresía. Al reducirse nuestra fe en las ideologías tradicionales nos dirigimos hacia la fuente en la que todavía creemos: el arte de contar historias.

“(…) Nuestro deseo de historias refleja la profunda necesidad humana por comprender la pauta de vida, no solamente como ejercicio intelectual, sino dentro de una experiencia personal y emotiva”.

Mientras en los hogares mexicanos sobren refrescos y Laura Bozzo a la hora de la comida, nuestra infernal pesadilla se perpetuará al infinito. No cesarán los feminicidios ni los crímenes por homofobia. Los niños soñarán con destazar a sus enemigos y la ignorancia medieval se impondrá como el único criterio moral válido.

Un país que no lee es un país que no piensa: una nación sin libertad. Esclavo de los depredadores de cargos públicos, de la necesidad de supervivencia, adicto al masoquismo de la felicidad exprés.

La escritora neoyorquina Susan Sontag (1933-2004) dijo al recibir el Premio de la Paz del Comercio Librero Alemán en 2003: “La literatura era el pasaporte de entrada a una vida más amplia; es decir, a un territorio libre. La literatura era la libertad. Y sobre todo en una época en que los valores de la lectura y la introspección se cuestionan con tenacidad, la literatura es la libertad”.

Mientras los hogares mexicanos tengan acceso inmediato al Canal de las Estrellas y no a un teatro, ensalcen a los sicarios como ejemplo de vida en lugar de soñar con música, y la Coca Cola sea parte de la canasta básica, los verdugos de la ignorancia seguirán siendo los insustituibles virreyes de la desgracia nacional.

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