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consecuencia de un cortocircuito que afectó el flujo de electricidad en las pistas de despegue y aterrizaje, el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México (AICM) se vio obligado a suspender operaciones durante más de cinco horas entre la noche del miércoles y la madrugada de ayer, situación que generó caos, incertidumbre y comprensible molestia en miles de personas afectadas.
la jornadaEl episodio resulta particularmente grave si se toma en cuenta que no fue consecuencia de fenómeno climatológico o geológico alguno –como suele ocurrir cuando se cancelan despegues y aterrizajes en los aeropuertos del mundo–, sino de
una sobrecarga eléctrica.
Tendría que ser innecesario señalar la importancia vital que reviste, para cualquier país, y por elementales razones económicas y de seguridad, el funcionamiento asegurado de sus aeropuertos; por ello estas instalaciones, además de disponer de una estricta vigilancia policial, suelen ser dotadas de sistemas redundantes, y se fijan para ellas protocolos de reacción rápida ante cualquier fallo o emergencia. Por eso, es difícil explicarse el colapso experimentado por el AICM –uno de los más transitados de América Latina y del mundo– si no es como resultado de una suma de descuidos e imprevisiones y de la incapacidad de garantizar el correcto funcionamiento de la terminal aérea.
Las cifras no cuadran en las explicaciones oficiales: la noche del miércoles, en entrevista televisiva, el director de la terminal, Héctor Velázquez, dijo que la situación había afectado 237 vuelos y entre mil 500 y dos mil 500 pasajeros, cantidad inverosímil si se toma en cuenta que equivaldría, de ser cierta, a un máximo de 10 viajantes por operación aérea. Otro tanto puede decirse del señalamiento, formulado por la propia autoridad del AICM, de que el apagón de casi seis horas en las pistas impidió unos 25 aterrizajes, cifra que no guarda ninguna relación con el promedio de 250 operaciones de ese tipo que, de acuerdo con estadísticas oficiales, se realizan día con día en lapsos similares en esa terminal.
Por otra parte, que el AICM sea tan vulnerable ante una sobrecarga eléctrica hace inevitable suponer una responsabilidad compartida entre la administración de esa terminal y la Comisión Federal de Electricidad (CFE), de la cual habría cabido esperar una reacción rápida y oportuna que ratificara la condición de
empresa de clase mundialque le atribuye la propaganda oficial. Por el contrario, la paraestatal encabezada por Antonio Vivanco operó con incompetencia y lentitud inexplicables. Un lapso de cinco horas para reparar una avería eléctrica es ya poco aceptable en el caso de una zona habitacional. Para una terminal aérea internacional, esa tardanza resulta potencialmente catastrófica.
La alarmante vulnerabilidad de la terminal aérea capitalina y la inoperancia de los encargados de remediar esa situación alimentan, así, una percepción de abandono de los bienes y servicios públicos, concesionados o no (un caso extremo es el de la infraestructura hidráulica), y de falta de interés de la autoridad. Esta percepción se suma a las graves pérdidas y reducciones sufridas por la propiedad pública, al deterioro sostenido de la economía de los sectores mayoritarios, al afán oficial por reducir y acotar derechos y libertades fundamentales y a la catástrofe que vive el país en materia de seguridad pública. Se configura entre todos esos factores la noción de un poder público declinante, precario y extraviado, que en nombre –entre otras cosas– de la seguridad nacional, ha sido orientado desde hace casi cinco años a una guerra contraproducente y mortífera, pero que es incapaz de garantizar el funcionamiento ininterrumpido del principal aeropuerto del país.
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