La revolución de los indignados llegó a cientos de ciudades, donde el rechazo al neoliberalismo fue una de las principales banderas. En Roma hubo disturbios, que dejaron 70 lesionados, mientras en Nueva York la policía arrestó a más de 50 personasFotos Ap, Reuters y María Luisa Severiano
Armando G. Tejeda, D. Brooks, F. Camacho y agencias
Las protestas que se desarrollaron ayer en más de 900 ciudades de 82 países han colocado en un nuevo nivel de visibilidad el descontento social que recorre el mundo en la hora presente, expresado en variedad de formas e intensidades: desde los disturbios registrados en Roma, Italia, que se saldaron con decenas de detenidos, hasta las expresiones pacíficas que tuvieron lugar en varias urbes mexicanas, pasando por el retorno de los indignados españoles a la Puerta del Sol, las movilizaciones masivas efectuadas en Chile –donde desde hace meses se desarrolla un movimiento estudiantil que demanda reformar el modelo educativo–, y el mensaje emitido en Londres por el fundador de Wikileaks, Julian Assange, ante cientos de inconformes.
Sin dejar de tomar en cuenta la heterogeneidad de las manifestaciones de descontento y el hecho de que cada expresión obedece a –y se ve afectada por– circunstancias específicas y dinámicas particulares de cada entorno, es claro que todas tienen denominadores comunes: el repudio de un sistema global agotado, que sacrifica el bienestar de las poblaciones en general para maximizar las utilidades de pequeños grupos de capitalistas y que tiene por práctica común el castigo a las mayorías cada vez que hay dificultades económicas; el hartazgo de sectores sociales excluidos de la economía y de la política formal, y despojados de futuro, de perspectivas y de un lugar en el mundo; la inconformidad ante regímenes políticos que han permitido y auspiciado la grotesca concentración de la riqueza en unas cuantas manos y que han sido capaces de cooptar y desvirtuar los proyectos de transformación social y política, como ocurrió en Estados Unidos con las fallidas promesas de cambio del gobierno de Barack Obama.
Adicionalmente, el hecho de que las protestas referidas se hayan presentado en escenarios tan distintos entre sí como países desarrollados de Europa y naciones periféricas de Latinoamérica, Asia y África confirma, una vez más, el carácter desestabilizador y autodestructivo de la globalización económica: a fin de cuentas, si los centros del poder financiero mundial han logrado extender por buena parte del mundo la aplicación implacable de un modelo neoliberal y sus consecuentes efectos devastadores, no cabe llamarse a sorpresa de que también hayan logrado globalizar el descontento y la indignación.
Es pertinente advertir, por otra parte, que la aparición de estas expresiones espontáneas de inconformidad –por ahora son sólo eso, más allá de que en naciones como España y Chile hayan adquirido distintos grados de densidad organizativa– y el justificado malestar de los manifestantes no son suficientes para la modificación de un statu quo que antepone el afán de lucro por sobre cualquier consideración humanitaria y civilizatoria: para ello, es necesario una participación masiva de los sectores mayoritarios de la población mundial.
Pero si algo se logró durante la jornada de ayer es poner ante los ojos de la opinión pública internacional la inviabilidad de las reglas económicas y políticas aún vigentes, la urgencia de idear alternativas a ese modelo –que antepongan el bienestar colectivo por sobre el lucro particular– y la necesidad de renovar, antes de que las cosas se pongan peor en términos de estabilidad política y social, un conjunto de clases gobernantes que hoy sólo se representan a sí mismas y a los intereses de los capitales locales y foráneos.
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