Miércoles 8 de Febrero de 2012 La Constitución Mexicana que ahora ha cumplido 95 años de su expedición, fue considerada en su momento como la más avanzada del mundo e incluso pionera en materia de garantía de los derechos sociales. Tiene razón Adolfo Gilly (La revolución interrumpida): mientras en el mundo industrializado europeo los obreros y las clases subalternas en general sufrían, con la Guerra Mundial, la más dramática de sus derrotas y la traición de los dirigentes socialistas que se alinearon con sus respectivas burguesías nacionales en su rapaz política de reparto del mundo, y eran convertidos en carne de cañón en las trincheras de la conflagración, los revolucionarios mexicanos y en particular los zapatistas de Morelos, constituían el único foco de resistencia que en el mundo seguía levantando las demandas sociales de las masas explotadas y oprimidas. Esa resistencia y los idearios políticos que la expresaron programáticamente fueron los elementos que dieron sustancia y contenido al pacto constitucional de 1917 e hicieron de él un documento también único en el mundo. Sólo nueve meses después de la Constitución Mexicana, los bolcheviques en Rusia tomarían el poder e inaugurarían su gobierno decretando el retiro de las tropas de los frentes de guerra y la entrega de las tierras a los campesinos.
Cierto es que ya en el Constituyente de 1856-1857 se había expresado el liberalismo social de Ponciano Arriaga y de Isidoro Olvera, que abogaba por preservar la situación de las tierras comunales frente a la oleada privatizadora que impregnaba el espíritu del liberalismo; pero eso había quedado como meras expresiones aisladas, votos particulares que no impidieron el avance del capitalismo sobre los bienes de los pueblos a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX y sobre todo del porfiriato. Habría de ser sólo en los debates del Congreso de 1916-17 que los derechos sociales, tanto de las comunidades agrarias (artículo 27) como de los trabajadores asalariados -en aquel momento, no hay que olvidarlo, jornaleros agrícolas y peones de las haciendas en su mayoría- fueran plenamente reconocidos.
El artículo 123 que otorgó derechos inéditos en México a los trabajadores, como el salario mínimo, la jornada máxima de ocho horas, la prohibición del trabajo infantil, la protección del trabajo femenino y juvenil, las responsabilidades patronales ante los trabajadores y los derechos de sindicalización y de huelga para los obreros, fue producto de intensos debates, pero también de consensos hábilmente construidos por los constituyentes. Sus raíces pueden ubicarse en elementos tan disímiles como el origen liberal-magonista de diversos diputados, el anarcosindicalismo europeo y la Encíclica Rerum Novarum del Papa León XIII, que por primera vez abogó por los derechos de los trabajadores frente al capital. Asimismo, es inexplicable sin asumir el papel que los trabajadores agrupados en la Casa del Obrero Mundial habían desempeñado en los combates de los constitucionalistas contra el villismo en 1915 y, sobre todo, el conflicto que había vivido el país, el 31 de julio de 1916, con la primera huelga general en demanda del pago de los salarios en oro, ante la vertiginosa depreciación del papel moneda carrancista. Vale la pena no olvidar que el protagonista central de esa huelga, que en cierto sentido conquistó derechos generales para todos los obreros mexicanos en el Constituyente, fue el Sindicato Mexicano de Electricistas, vanguardia hoy también en la resistencia frente a la ofensiva neoliberal.
El 123 no es ni mucho menos, como en otros momentos ha querido ser catalogado, un artículo “bolchevique” (los bolcheviques, en ese momento, no eran conocidos fuera de Rusia) o anticapitalista. Sus redactores principales, Pastor Rouaix, Natividad Macías y Heriberto Jara, asumieron desde el principio que no se trataba de suprimir la propiedad privada sino de buscar el llamado “equilibrio de los factores de la producción”, por cierto algo inalcanzable. Pero eso bastó para dar a los trabajadores mexicanos una situación de mucha mayor seguridad legal y un programa de lucha por alcanzar en cada centro de trabajo. El general Heriberto Jara, promotor y testigo presencial de la huelga de Río Blanco en 1907, explicaría cómo esos derechos llegaron el texto del artículo 123 de la Constitución, pese a que la técnica jurídica aconsejaba enviarlos a las leyes secundarias: “Nosotros ahí los queríamos”, declaró tiempo después, “y ahí los pusimos”.
La reflexión, sin embargo, debe apuntar hacia lo que esos derechos obreros son hoy, a casi un siglo de ser consagrados constitucionalmente. Es claro que el tiempo transcurrido ha operado cambios importantes en la tecnología y en la organización del capital, que han permitido elevar considerablemente la productividad del trabajo y por ende las ganancias del capital. Sin embargo, este hecho no se ha correspondido con un mejoramiento sensible de las condiciones de trabajo o de su remuneración.
Es cierto que la creación del IMSS en 1943 y del Infonavit en 1972 constituyeron avances en la calidad de las prestaciones para los trabajadores; pero ello a costa de aligerar o suprimir, de hecho, las obligaciones, nunca cumplidas, que el artículo 123 original asignaba en su fracción XII a los patronos de “proporcionar a los trabajadores habitaciones cómodas e higiénicas, por las que podrán cobrar rentas que no excederán del medio por ciento mensual del valor catastral de las fincas”, así como “escuelas, enfermerías y demás servicios necesarios a la comunidad”. En ambos casos, la responsabilidad patronal fue sustituida por instituciones a cuyo sostenimiento los propios trabajadores, además del Estado, tienen que contribuir. En algunos aspectos ha habido retrocesos para los asalariados, como en el caso de las reformas más recientes tanto a la Ley del IMSS como a la del ISSSTE para la constitución de fondos de retiro que sustituyen a la jubilación solidaria y la elevación de la edad o los años de trabajo para alcanzar una pensión jubilatoria.
El salario mínimo es, hace al menos tres décadas, inconstitucional, alejado del propósito de los constituyentes de que en todo momento fuera “suficiente, atendiendo las condiciones de cada región, para satisfacer las necesidades normales de la vida del obrero, su educación y sus placeres honestos, considerándolo como jefe de familia”. En general, la tendencia de las remuneraciones al trabajo no ha parado de ir a la baja, al menos desde 1977. Los derechos de sindicalización y de huelga están mediatizados por órganos ineficientes y muchas veces corruptos de justicia laboral, las juntas de conciliación y arbitraje; se impuso en la Ley del Trabajo desde 1931, tomada del derecho fascista italiano, la condición de que estos órganos otorguen a las coaliciones de trabajadores la “toma de nota” para su reconocimiento legal, poniendo así en manos del Estado el juzgar o prejuzgar la personalidad de la representación de los trabajadores. Las mencionadas juntas de conciliación, con participación mayoritaria de los patronos y la representación gubernamental, califican la existencia o no de las huelgas.
Y en 95 años de derecho laboral no ha habido para los trabajadores mexicanos beneficio alguno en cuanto a la duración de la jornada. En las naciones más industrializadas y aun en algunas de desarrollo medio, hace tiempo se ha adoptado la jornada de 40 horas y, hasta antes de la crisis, se iniciaba la lucha por la de 35; en Venezuela prevalece constitucionalmente la de 44 y el gobierno ha planteado la reducción a seis horas diarias, aunque esa reforma fue bloqueada por la oposición en el Congreso. En México sigue prevaleciendo la jornada de 48 horas semanales, lo que significa que en casi un siglo de vigencia constitucional los incrementos en la productividad laboral no han favorecido a la clase obrera sino sólo al capital, pese a que es claro que hoy un trabajador genera durante su jornada y a lo largo de su vida laboral una riqueza mucho mayor que en los inicios del siglo XX.
El tema laboral debe volver a ponerse en la mesa de los grandes debates nacionales, y en el proyecto del nuevo pacto nacional que desde diversos foros políticos y sociales se viene planteando, si de verdad se quieren replantear nuevos equilibrios para la sociedad mexicana y retomar un camino que los revolucionarios de hace un siglo, y su expresión intelectual a través de los constituyentes del 17 iniciaron.
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