editorial
La aventura corporativa de Petróleos Mexicanos (Pemex) en la empresa española Repsol –el incremento en 5 por ciento de la participación accionaria de la paraestatal en la compañía ibérica, concretado a mediados de 2011 por la administración calderonista, valuado en más de 20 mil millones de pesos– ha resultado, según la información disponible, un fracaso rotundo: a más de 20 meses de dicha operación, el valor de los activos adquiridos se ha desplomado en más de 10 mil millones de pesos –la mitad del costo total de la compra accionaria–; adicionalmente, la perspectiva de que Pemex tuviera un mayor peso e influencia en el gobierno corporativo de Repsol quedó sepultada a consecuencia de choques internos entre capitanes de esta última empresa, y los activos accionarios de la trasnacional en manos de Pemex –presentados por su anterior director general, Juan José Suárez Coppel, y por medios y opinadores afines como un vehículo para la internacionalización de la paraestatal– han sido colocados por el actual gobierno como
disponibles para su venta.
La afectación financiera y patrimonial derivada de esta operación para Pemex es particularmente inadmisible en un entorno en que se ha insistido en señalar que la compañía acusa gravísimos problemas financieros y que carece de recursos suficientes para invertir en rubros estratégicos, como la exploración, la explotación y la refinación. Cabe preguntarse por qué, entonces, se decidió invertir un monto semejante en la referida compra accionaria, en vez de invertirlos en la petrolera mexicana.
Pero acaso lo más grave del episodio es que permitió exhibir la opacidad, discrecionalidad y arbitrariedad con que se condujo a la paraestatal durante el sexenio anterior. Cabe recordar que el mencionado Suárez Coppel omitió en su momento dar cuenta al consejo de administración de Pemex sobre la adquisición accionaria en Repsol, con el argumento de que ese tipo de acciones
no deben anunciarse antes de realizarse, y decidió llevar a cabo la operación al margen de la supervisión de las autoridades mexicanas, toda vez que se realizó mediante una empresa filial –PMI Holdings– establecida en Holanda y regulada por las leyes de ese país. En los meses posteriores, y más allá del alegato sobre una incierta internacionalización de la paraestatal, las autoridades nacionales fueron incapaces de dar una explicación coherente sobre las motivaciones para fortalecer, a través de la compra accionaria, a una de las competidoras de Pemex en el mercado internacional de los hidrocarburos.
Tal actitud, por lo demás, se replicaría meses después con la firma de un contrato con astilleros gallegos en quiebra para la construcción de buques hotel, suscrito prácticamente en secreto y sin licitaciones públicas de por medio.
Ante el cúmulo de irregularidades que permearon la expansión accionaria de Pemex en Repsol y en vista de las pérdidas económicas que derivaron de dicha operación, lo procedente es que la actual administración ponga un alto a la opacidad con que se han conducido los recursos de la paraestatal en asuntos como los comentados, e investigue, transparente y sancione plenamente ésos y otros casos de presumibles manejos inadecuados de la compañía petrolera. La discrecionalidad en estos asuntos puede resultar muy costosa, como quedó de manifiesto con la aventura corporativa de Pemex en Repsol, y no sólo en términos de pérdidas económicas, sino también en desgaste de la credibilidad de la administración pública en su conjunto.
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