Pedro Miguel | la jornada| Martes 11 de Octubre 2011
A 24 meses del decreto de extinción de Luz y Fuerza del Centro (LFC), emitido por Felipe Calderón, los saldos político, institucional, social y económico de la medida resultan un desastre. El régimen se echó encima a decenas de miles de trabajadores, a los cuales se sumaron incontables ciudadanos, inconformes con la manera noctámbula y alevosa del golpe asestado a una empresa de propiedad pública, a una organización sindical histórica y, en general, a los derechos laborales.
Ha de agregarse a los descontentos el de numerosos usuarios de energía eléctrica que han venido padeciendo una caída en picada en la calidad del servicio y un alza inversamente proporcional de las tarifas a cobrar.
Sólo por lo que hace a liquidaciones de trabajadores, la extinción de LFC le ha costado al país más de 12 mil millones de pesos, en cifras redondas, pero eso no incluye lo gastado por la Comisión Federal de Electricidad (CFE) en las inversiones realizadas –otros diez mil millones de pesos– para asumir las tareas de la paraestatal liquidada, cuyos bienes han sido manejados en forma oscura y discrecional. Botón de muestra: el 16 de octubre de 2009, a cinco días de la extinción calderónica, el que escribe presenció y fotografió a una cuadrilla de empleados de Gas Natural que, con máquinas aún marcadas con el logotipo de Luz y Fuerza, hacían obras de mantenimiento en un rumbo de la delegación Tlalpan.Ha de agregarse a los descontentos el de numerosos usuarios de energía eléctrica que han venido padeciendo una caída en picada en la calidad del servicio y un alza inversamente proporcional de las tarifas a cobrar.
A esos dispendios y presuntas malversaciones hay que agregar las pérdidas –mucho más cuantiosas, presumiblemente– sufridas por sabrá Dios cuántas empresas de todos tamaños y por profesionistas como consecuencia directa o indirecta de los apagones prácticamente cotidianos ocurridos en el Valle de México durante los últimos meses de 2009 y la primera mitad de 2010.
Por supuesto, el régimen de Calderón no se tomó la molestia de censar las carnicerías, las imprentas, los salones de belleza, los despachos de contabilidad, los consultorios odontológicos, los cibercafés y muchos otros negocios que debieron cerrar sus puertas como resultado de las interrupciones en el suministro eléctrico, ocurridas, para colmo, en el tramo más duro de una crisis financiera mundial que aquí no pegó en forma de catarrito, sino de neumonía. Tampoco entran en el balance de la catástrofe las inundaciones sufridas en esas épocas en el oriente de la mancha urbana y que se originaron, o se complicaron, por las fallas eléctricas en el sistema de bombas para achicar las aguas negras. No se contabiliza la pérdida de productividad debida a los colapsos de la telefonía celular y a los embotellamientos causados por semáforos apagados.
Si se hiciera la cuenta global, tal vez el total de lo invertido por el país en la demolición de una de sus empresas públicas resulte siendo superior a los 67 mil millones de pesos que la CFE pretende pagar a transnacionales privadas para que hagan la chamba de generación eléctrica que, por mandato constitucional –así se pretenda atenuar con una ley secundaria–, corresponde al Estado.
Es difícil imaginar un ataque más preciso y contundente a la seguridad nacional que la decisión de suspender de golpe la operación de la entidad que surtía de electricidad al centro del país. Eso, y el daño causado al tejido social, no tiene precio.
La operación contra LFC ha sido, en suma, característica de los empeños de esta administración por impulsar la ingobernabilidad en todos los frentes. El calderonato no ha desperdiciado ni una de las oportunidades que se le han presentado para complicar y agravar un conflicto hasta lo exponencial. No ha dejado pasar una cuando de destruir o deteriorar instituciones se trata. No ha construido nada –ahí tienen la famosa refinería– y ha presentado, en disfraz de logros trascendentes, puñados de aire, como su cosa de Atención a Víctimas, que nace sin fundamento legal sólido, sin presupuesto y sin líneas de teléfono.
Está próximo el final del tramo calderonista, siempre y cuando a su protagonista principal se le frustre el afán de quedarse. Ojalá que la sociedad sea capaz de convertir ese término ritual en el fin del régimen oligárquico. A México le urge.
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