Al margen de quien resulte ganador en las próximas elecciones presidenciales, el desastre laboral que le transferirá Felipe Calderón será un problema incómodo, que de no enfrentarse adecuadamente agravará la descomposición social, la inseguridad del país y el descontento de la población, con sus consecuentes efectos perniciosos para la estabilidad económica y política.
El drama del mercado laboral no se reduce a la imposibilidad estructural de la economía para generar los empleos formales anualmente requeridos, debido al estancamiento económico que priva desde 1983 hasta la fecha, y que se agudizó durante el calderonismo, el nuevo perfil de la estructura productiva integrada a la economía mundial y la política económica que centró sus esfuerzos en el control de la inflación sobre el crecimiento. También involucra a la precarización de las escasas plazas laborales creadas; la preeminencia de la temporalidad a la estabilidad; la falta de contratos, servicios médicos y otras prestaciones; bajos salarios nominales pagados o sin remuneraciones; el drástico deterioro de los ingresos reales de las mayorías como consecuencias del control asociado a políticas desinflacionarias y la reducción de costos de producción; la proliferación del autoempleo y de micro y pequeñas empresas, de las actividades terciarias de baja productividad y de futuro incierto; la privatización de la seguridad social; el desempleo abierto; la informalidad; y las personas que han dejado de buscar una ocupación. Los flujos migratorios de las zonas rurales a las urbanas o hacia Estados Unidos, los altos índices de delincuencia o de las personas que padecen hambre no son más que manifestaciones del deterior o del mundo laboral.
Esa situación se ha enturbiado merced a las sistemáticas violaciones de las leyes laborales por empresarios y autoridades encargadas de garantizarlos, que llegó al paroxismo con el extitular de la Secretaría del Trabajo y Previsión Social, Javier Lozano Alarcón, tarea facilitada por la debilidad de organizaciones de trabajadores, ya sea por las limitadas nuevas contrataciones, pérdida de afiliados, subcontratación o por honorarios, el temor al desempleo, la persecución que han sufrido, desmantelamiento, persecución y destrucción, así como la expansión del sindicalismo patronal.
El problema es que ese escenario es un componente de la naturaleza de políticas de corto plazo y reformas estructurales neoliberales, en particular de la llamada “flexibilidad” laboral. Un modelo de desarrollo socialmente incluyente, que anteponga el bienestar de la sociedad como razón de Estado, debe contener varios elementos básicos: recuperar el crecimiento sostenido a largo plazo a tasas de crecimiento real anual de al menos 6 por ciento, para generar los empleos requeridos e iniciar la reabsorción de los marginados del mercado laboral, lo que implica modificar la estructura productiva, recuperar la intervención activa del Estado, impulsar el mercado interno y modificar la apertura externa y la participación de México en la economía mundial; incrementar anualmente los salarios por encima de la inflación, con el objeto de revertir la pérdida de su poder de compra real iniciada en 1976; restablecer las conquistas laborales de los asalariados consagradas en la Carta Magna y las leyes secundarias; un nuevo pacto entre asalariados, empresarios y el Estado, al respetar los intereses de ambos sectores sociales y de acuerdo con las necesidades de la producción, es decir, desechar la “flexibilidad” laboral (que sólo ha servido para aumentar las ganancias de los grandes empresarios a costa de la pobreza y miseria de las mayorías).
Cualquiera de los candidatos presidenciales que proponga mantener el proyecto neoliberal y llevar adelante la contrarreforma laboral, bajo el falaz argumento de que así se mejorará el nivel del empleo y bienestar, sólo está engañando a los trabajadores, ya que, en todos los lugares donde se han aplicado, ellos han sido los principales perjudicados.
La información disponible ofrece los elementos necesarios de lo que ha sido el panorama laboral durante el gobierno calderonista y del panismo. Entre 2007 y 2010, se necesitaron 1 millón 357 mil empleos nuevos en promedio anual, 6.9 millones de manera acumulada. De éstos, cada año se ocuparon como asalariados subordinados y remunerados apenas 525 mil, lo que suma 2.6 millones, (casi el 40 por ciento del total). El resto, 834 mil personas anualmente, 4.2 millones en cinco años, se vieron obligados a buscar diversas formas de supervivencia. Unos laboraron pero no recibieron ingresos, otros obtuvieron percepciones no salariales o se ocuparon por su cuenta en el mercado formal, (en su mayoría en las peores condiciones de trabajo). El resto quedó desempleado, se incorporó a la informalidad o simplemente vegeta a costa de su familia o, en el peor de los casos, se dedica a la delincuencia. Durante el sexenio de Calderón se demandarán 8 millones y sólo tendrán suerte de encontrar algo 3.2 millones. En el panismo (2001-2012) se requerirán alrededor de 13 millones y poco más de 7 millones se quedarán a la vera del camino.
La suerte de aquéllos que han encontrado empleo en el mercado laboral formal es relativa: el 64 por ciento se vieron ocupados a emplearse sin prestación de servicios de salud y con ingresos cada vez más precarios. En 2007 habían 46.6 millones de ocupados, en promedio. De éstos sólo el 8.5 por ciento (cada vez menos, porque en 2007 equivalían al 12 por ciento) 3.9 millones recibieron ingresos mayores a cinco veces el salario mínimo. Los demás, junto con sus familias, no alcanzan la capacidad para cubrir sus necesidades elementales (alimentación, salud, vestuario, educación o vivienda, entre otros). Peor aún, el 65 por ciento, 30 millones, no percibieron ingresos o sólo hasta tres veces el salario mínimo, lo que los condena a sobrevivir en la miseria y la pobreza extrema. La mayor parte de los empleos generados se ubican entre uno y dos veces el salario mínimo.
La historia de los asalariados subordinados remunerados, 30 millones en promedio, reproduce la historia anterior. De éstos, 16 millones, el 53 por ciento, tiene acceso a los servicios de salud; 19 millones, el 60 por ciento, a prestaciones laborales; 13 millones, el 49.3 por ciento, tiene planta o contrato indefinido; la mitad trabaja una jornada laboral formal (35-48 horas semanales); y sólo 2.8 millones ganan más de cinco veces el salario mínimo. El resto sobrevive como puede.
Junto a las 46.6 millones de personas ocupadas que había en 2011, existían 4 millones de subocupados, equivalentes al 9 por ciento de los ocupados; 2.6 millones desempleados; 13.4 millones de informales, casi el 30 por ciento de los ocupados (al inicio del calderonismo eran 11.6 millones); y 6.2 millones de personas que desistieron de buscar un trabajo por considerar que no lo encontrarían. Los desocupados, los informales y los que ya no buscan empleo suman 22 millones, el 47 por ciento. Es decir que por cada dos ocupados, uno se encuentra en la condición señalada. Al inicio del sexenio eran 18 millones.
En términos de los salarios reales sólo basta decir que los mínimos han perdido el 78 por ciento de su poder de compra que tenían en 1976, y los contractuales la mitad, equivalente al de finales de la década de 1940. En el cuadro y la gráfica anexos se ofrece una información más detallada de la situación del mercado de trabajo en el calderonismo.
De los candidatos a la Presidencia, los de los partidos Revolucionario Institucional y Acción Nacional, respectivamente, nada tienen que ofrecerle a los trabajadores, más que una sobredosis.
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