miércoles, 28 de agosto de 2013

Las marchas y sus razones

Editorial
La disidencia magisterial organizada en la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) realizó ayer en esta capital nuevas movilizaciones callejeras; la más notoria, en Periférico sur, a la altura de la sede de Tv Azteca. En otro contexto, en diversos puntos de Guerrero grupos de lugareños exigieron, en manifestaciones públicas, la liberación de los guardias comunitarios detenidos en días pasados, especialmente la de la dirigente de la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias (CRAC) de Olinalá, Nestora Salgado García.
Las marchas y los consiguientes desórdenes viales generan crispación en algunos sectores de la sociedad que tienden a ver a los manifestantes como una amenaza directa a la normalidad cotidiana. Tales percepciones son alimentadas desde diversos medios informativos, los cuales machacan a sus audiencias con el mensaje de que resulta intolerable la impunidad de quienes expresan malestares políticos, sociales y económicos por medio de marchas.
Tales mensajes resultan paradójicos, por decir lo menos, en un entorno en el que la verdadera impunidad beneficia a los asesinos de decenas de miles de personas –sea cual sea el número preciso de las muertes ocurridas en el contexto de la estrategia de seguridad implantada por Felipe Calderón y que, en lo que va de la presente administración, no ha variado en forma significativa–, a quienes saquean las arcas nacionales mediante comisiones ilegales y a quienes, desde el poder político o empresarial, tuercen cotidianamente, en su provecho, la letra y el espíritu de las leyes.
En tal contexto debe comprenderse que lo que empuja a los manifestantes a salir a las calles y carreteras del país no es un afán por perjudicar a sus conciudadanos, sino la imposibilidad de lograr, en el cauce de las instituciones, justicia, seguridad, representación o satisfacción de otras demandas legítimas; es decir, lo que se manifiesta en marchas, plantones, bloqueos y otras movilizaciones es el alarmante colapso institucional en curso en el país en casi todos los ámbitos.
Durante las tres décadas transcurridas desde la implantación del modelo neoliberal en México, el Estado ha pasado de ser desactivador de conflictos a generador de descontentos, pues desde sus más altas instituciones se impulsa una política económica que desemboca en el desempleo, la falta de educación, el deterioro generalizado del nivel y la calidad de vida de las mayorías y, a la postre, en la desintegración del tejido social, la informalidad, la delincuencia organizada y la violencia.
Personas, familias y poblaciones golpeadas en ese lapso por las estrategias de saqueo y depredación impuestas y coordinadas desde el gobierno federal han sucumbido en silencio a la ofensiva antipopular y antinacional, por lo cual han buscado reductos de supervivencia al margen de la legalidad o en contra de ella; los sectores más articulados y cívicos, en cambio, han recurrido a la organización horizontal, a la participación política y a la movilización social en sus intentos por detener la devastación en curso. Resulta lamentable y contraproducente que ahora se busque incitar el repudio social hacia tales formas de lucha y resistencia, sobre todo cuando quienes llaman a condenar y reprimir a los manifestantes son los mismos responsables de las decisiones oficiales que han provocado los descontentos.
Cabe pedir a los manifestantes de todas las causas que ejerzan sus derechos constitucionales con civilidad y respeto al resto de la ciudadanía; ésta, por su parte, debe cobrar plena conciencia de un hecho simple: las movilizaciones populares callejeras son el síntoma, no la enfermedad. Y el recurso a la represión o el linchamiento moral de los que se manifiestan –la mayoría de las veces, haciendo uso de un derecho constitucional–, lejos de remediar el mal, lo agravaría y extendería.

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